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Joaquín Rábago.

China, Rusia e Irán se están tal vez frotando las manos

Testigos del monumental desastre en que ha acabado la aventura de Occidente en Afganistán, China, Rusia e Irán deben de estar frotándose las manos, pero tal vez su alegría sea un tanto prematura.

Moscú sufrió ya una humillación semejante tras la ocupación del indómito país asiático para sostener a su régimen comunista, y en la derrota militar de la entonces todavía Unión Soviética tuvo mucho que ver Washington con su decidido apoyo a los yihadistas a través del vecino Pakistán.

Washington valoraba el hecho de que los talibanes fueran antiraníes y pensaba además que el fortalecimiento de los islamistas ayudaría al desmembramiento de la Unión Soviética, algunas de cuyas repúblicas asiáticas eran de mayoría musulmana.

Tras la disolución de la URSS, la nueva Rusia apoyó en un principio la intervención militar de EE UU en Afganistán para castigar al régimen talibán por haber ocultado allí al responsable del mayor ataque terrorista de la historia norteamericana: el fundador de Al Qaeda, Osama bin Laden.

Moscú autorizó incluso a los aviones estadounidenses que atravesaran el espacio aéreo ruso para aprovisionar a sus tropas en Afganistán hasta que se agriaron las relaciones entre las dos potencias.

El Kremlin empezó a ver con creciente recelo la presencia prolongada de las tropas de la OTAN en aquel país y denunció los intentos de Washington de abrir nuevas bases militares en Asia.

Rusia debe de sentir ahora lo que los alemanes llaman “Schadenfreude” –alegría de tipo sádico– al recordar el papel decisivo que tuvo Washington en su derrota de entonces.

Se sabe que funcionarios rusos han mantenido últimamente reuniones con representantes de los talibanes, lo que no significa que el Kremlin, siempre pragmático, no sea consciente del peligro de contagio que el yihadismo radical supone también para Rusia.

"Las imágenes de caos y pánico en el aeropuerto de Kabul refuerzan la idea de los chinos de que Occidente está en declive y ha llegado el turno de Asia"

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No ocultan tampoco últimamente su alegría los medios oficiales de China al ver el monumental tropezón del país líder de Occidente. Así, según constataba el otro día el Diario del Pueblo, veinte años de intervención de EE UU en Afganistán solo habían servido para que murieran miles de norteamericanos y para malgastar en armamento el dinero de los contribuyentes.

Las imágenes de caos y pánico en el aeropuerto de Kabul, sumadas a las del asalto al Capitolio de Washington por los fanáticos de Donald Trump, refuerzan la idea de los chinos de que Occidente está en declive y ha llegado el turno de Asia.

Pero como en el caso de Rusia, China no debería alegrarse demasiado por la vuelta con fuerza de los talibanes, ya que su triunfo podría envalentonar al yihadismo en toda la región, y ese país tiene también un problema con la minoría musulmana uigur.

Irán, otro país limítrofe de Afganistán y que en un principio apoyó el derrocamiento del régimen talibán por EE UU, sin duda se felicita también ahora del monumental descalabro de la superpotencia, a la que considera principal responsable de su actual miseria económica.

Al Gobierno de Teherán le gustaría sin duda que volvieran cuanto antes a su patria la mayoría de los dos millones de refugiados afganos que viven en su territorio, pero si hay algo que debería preocupar sobre todo a los ayatolas es el hecho de que los talibanes sean de la rama sunita del islam, enemiga de su propio chiismo.

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