Faro de Vigo

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No tengo cierto que Alfonso II, Rey de Asturias y por tanto de Galicia allá por los albores del ochocientos, fuera consciente de la trascendencia que aquella comunicación del Obispo de Iria Flavia, de que un ermitaño de nombre Pelayo había encontrado la tumba del Apóstol Santiago, tendría para las generaciones futuras. Y llevamos más de mil doscientos años desde entonces. Un monarca al que por cierto apodaban El Casto, para desasosiego de aquella paisana nuestra de copiosos años que cuando le explican a quién representaba aquella estatua que se inauguraba en Compostela tan sólo pudo exclamar ¡coitado! Parece ser, no obstante, que el apelativo le vino más por imponer al clero astur el celibato que por su particular vocación al afecto. Aunque, eso sí, no se le conoce descendencia. En cualquier caso, fue Alfonso II un rey de capital trascendencia para España y para Galicia, donde por cierto solía refugiarse cuando musulmanes o cortesanos amenazaban su corona, como hoy puede dar fe el Monasterio de Samos. Por lo que se ve, ya entonces cabía distinguir entre adversarios y enemigos, como después advertiría Churchill y padecieron muchos otros.

Además de defenderse de unos y otros con particular valentía y acierto, que no eran tiempos de contemplaciones ni flaquezas cuando las razias sarracenas eran tan frecuentes e impías como la lluvia en este agosto, empeñó su inmensa persona y reino en abrir nuevos horizontes a su tierra y sus gentes. Aquellas que le acompañaron en su tiempo y, sobre todo, a los millones de personas que de algún modo heredarían tan inmenso legado.

Porque este monarca, quizás sin proponérselo, al menos en su dimensión, dio crédito a una visión trascendente de un acontecimiento único y profundamente espiritual. Suscitado además en un apartado lugar de su reino y sin el apoyo en una tradición que enlazara previamente Compostela y eternidad. Él dio pábulo al misterio. Él mandó construir la primera capilla donde hoy se asienta la Catedral compostelana. Él fue el primer peregrino regio en acudir con su familia hasta la tumba del Apóstol, abriendo así paso a lo que hoy conocemos como Camino Viejo. Y sobre todo tuvo Alfonso II la visión del buen gobernante: hacer grande su reino y llevar su legado hasta el corazón de aquella incipiente Europa que Carlomagno pretendía convertir en el nuevo Imperio Romano de Occidente.

Fue así como el Camino de Santiago, aprovechando con frecuencia las viejas calzadas romanas, constituye a partir de entonces una vía que encauza más allá de los Pirineos la expresión de un sentimiento religioso común, pero que además va a erigirse en una arteria que propicia un desarrollo cultural, económico y social incomparable en tiempos de vastas precariedades. Por él llegan miles de peregrinos, pero también artesanos, mercaderes y demás gentes de a pie que en aquél insólito dinamismo intentarán acomodar un lugar donde ganarse la vida.

Por esta ancestral Ruta de la Costa dispuse mis pasos con la humilde pretensión de rendir en cada uno de ellos un sentido homenaje a cuantos la hicieron

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Largo, decíamos, es el trecho andado desde entonces e infinitas las realidades, y cumple de vez en cuando pararse y rescatar del tiempo a quienes dieron lo mejor de sí por ofrecernos el hermoso e inmenso legado que hoy disfrutan gentes de todo el mundo.

Tengo a costumbre aprovechar las virtudes de cualquier ruta jacobea en cuanto la ocasión es propicia. Tarea en la que, he de reconocer, no me enreda nunca la pereza, quizás porque como todo el que acomete el Camino obtendré siempre la satisfacción de haberlo andado.

Castro Urdiales, Laredo, Comillas, San Vicente de la Barquera, Llanes, Ribadesella, Colunga y tantos lugares que hoy incorporan a la belleza de sus paisajes la universalidad de una ruta que mece el alma de cualquier peregrino. Al que no pregunta jamás la razón de su empresa ni siquiera el propósito de su encomienda.

Por esta ancestral Ruta de la Costa dispuse mis pasos con la humilde pretensión de rendir en cada uno de ellos un sentido homenaje a cuantos la hicieron y la siguen haciendo posible. Como Santo Domingo de la Calzada, que dedicó su vida a proveer al peregrino de albergues, puentes y hospitales. Aymeric Picaud, a quien debemos el Códice o guía del peregrino. Diego Gelmírez, impulsor de la construcción de la Catedral de Santiago. Los reyes Isabel y Fernando que, tras comprobar personalmente en 1485 las penurias y enfermedades que aquejaban a los miles de peregrinos que llegaban a Santiago, ordenan levantar el inmenso Hospital Real, que hoy conocemos como el Hostal de los Reyes Católicos. Y destinado fundamentalmente a los más pobres: “muchos de ellos perecen en el suelo de la catedral y en otras partes, por no tener quien los reciba y aposente”, señalan los monarcas en el documento fundacional.

Hoy, la ruta jacobea, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1993, continúa erigiéndose en un intercambio permanente de culturas, un lazo común de gentes de los más variados y diversos países, una fuente de riqueza y vida para las poblaciones por las que discurre, pero sobre todo un lugar, tal vez el más propicio, en el que encontrar la senda que mejor nos convenga, según soplen los vientos.

Ya decía Machado que cada uno ha de hacer su camino, con sus virtudes, sus defectos y hasta sus medios, que aquí nadie hay perfecto. Pero, sobre todo, porque tampoco nadie podrá hacerlo por nosotros.

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