Atreverse, cada medianoche, a pasarle unas cuantas reflexiones –personales o fruto de mis lecturas– a un cierto número de familiares y amigos, por medio del WhatsApp, no está exento de desfachatez; hacerlo a todos los que me quieran leer, a través de este periódico, es una osadía. A pesar de todo, una vez más, ahí van unos cuantos especules y abstracciones; tomen los que quieran y desprecien los demás. Me gustaría hacerlo mejor, pero carezco de la facilidad de esos autores que escriben tan bien, con tanta sencillez y precisión, que cuando lees su obra da la impresión de que los tienes a tu lado contándotelo.

Memoria y aprendizaje

Algunas personas retienen bien un conjunto de conocimientos y son capaces de exponerlos con soltura. Hasta ahí, nada que objetar, lo que pasa es que no van más allá y se limitan a repetir lo aprendido una y otra vez. Son como una melodía que, al principio, suena bien, pero después de tanto repetirla parece una matraca. En fin, podíamos decir que tienen sonido pero les faltan la letra y los hechos. Leer y aprender sin reflexionar es hacer como el tragaldabas que come sin saborear y sin digerir, simplemente para llegar pronto al hartazgo. El peligro está en cuando sí se creen sabios y aplican esos conocimientos por su cuenta. Y aún peor, cuando a su enmascarada ignorancia le suman mucha imaginación.

Memoria y aprendizaje resultan imprescindibles, pero para su mejor rendimiento no debemos olvidar que para aprender mucho de lo nuevo, es necesario desaprender mucho de lo sabido. Sí, no hay otra, no nos queda más remedio que aceptar que aquello que aprendimos ayer ya no sirve, que lo mejor es olvidarlo, para dejarle sitio a lo distinto, a lo que ha cambiado.

Y ya que de memoria hablamos, hemos de ser cuidadosos con nuestros recuerdos. Cada cual tenemos tendencia a exagerarlos o aminorarlos según el estado de ánimo. A lo largo de la vida, muchos de nosotros hemos recorrido, por poco que hayamos viajado, miles de kilómetros, y hemos conocido montones de sitios y personas. Sin embargo, de muchos de esos lugares y de esa gente no nos queda ni el más mínimo recuerdo. De ahí la importancia de lo cotidiano y de la gente con la que uno se relaciona a diario. Es digno de alabanza conservar la memoria de las personas y cosas que se fueron o pasaron, pero siempre ha de dominar todo lo presente. Qué bien nos iría si fuésemos capaces de olvidar lo que no debemos de recordar y de recordar muchas cosas que nunca deberíamos de olvidar. Dicen que hay hombres que se murieron de amor. Yo no lo creo, al menos solo de amor; pero lo que uno no puede, es vivir anclado en oscuros recuerdos permanentes.

Parece indudable que seríamos más felices si nos conformáramos con lo que somos y no con lo que aspiramos a ser. Al final uno es quien es y gracias a ello es diferente, original y verdadero, ¿por qué queremos convertirnos en otro?

Leyes, moral y conciencia

Uno tiene la percepción de que en la actualidad se están dictando demasiadas leyes, cuando la primera necesidad sería que se cumpliesen las que ya existían. Si en vez de cambiar leyes y planes continuamente, se cuidasen de su cumplimiento, ¡cuanto mejor nos iría! Se diría que con tantas leyes y normas lo que se busca es cambiar según propia conveniencia el actual sistema político, un sistema que nos ha dado libertad, paz y progreso.

Además, por si fuese poco, los que promueven o dictan las leyes llegan a proclamar que las normas morales han de quedar al margen de lo que se legisla, afirmación que le trae a uno a la memoria aquello expresado por Simón Bolívar: “Los legisladores necesitan ciertamente una escuela de moral”. En la misma línea de marginación se han visto afectadas determinadas leyes naturales, según reflejan nuevas leyes y normas. Sin embargo, la humanidad ha de estar limitada por las leyes naturales y las morales, porque de no ser así se llega a legislar hasta su propio exterminio. Cualquier sistema político extremo o que no respete la moral individual lleva a la maldad, por mucho que lo disfrace en su programa. Benedicto XVI escribió: “Cuando el relativismo moral se absolutiza en nombre de la tolerancia, los derechos básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo”. Si la mayoría propone algo injusto o inmoral en ningún modo hace derecho y no tiene por qué ser seguido. Tengamos la valentía para enfrentarnos, no es ni más ni menos que el enfrentamiento entre dos derechos el indebidamente impuesto por la mayoría y el individual. Nuestro gran emperador, Carlos V afirmó: “La razón de Estado no se ha de oponer al estado de la razón”. Solo puede prevalecer el que es justo. Pero eso sí, si se considera que las reglas no son justas y buenas, en lugar de transgredirlas, haremos todos los esfuerzos necesarios para cambiarlas respetando la legislación vigente. Por difícil que sea, en muchas ocasiones se consigue. Si bien es verdad que para mudar cierto tipo de reglas se necesita el concurso de muchos y la voluntad de hacerlo, sin importar críticas ni riesgos.

Lo que resulta inadmisible es llegar al convencimiento de que un hombre o un grupo de hombres crean que puede hacer lo que quieren por el simple hecho de haber cosechado unos votos más. Ante tal actitud, el resto, los que nos alineamos con los que cosecharon menos votos, no debemos resignarnos a que nos anulen simplemente porque somos menos, hacemos menos ruido o simplemente no imponemos nada.

En la sociedad libre, el individuo es la columna sobre la que asientan sus propios cimientos; en el totalitarismo, el individuo es la losa sobre la que apoya sus botas el dictador. Y es que, como dijo el moralista y académico francés Nicolás Chamfort: “Los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesaria la sociedad. La sociedad se agregó a los desastres de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad hicieron necesario al Gobierno, y el Gobierno se agregó a los desastres de la sociedad. Esta es la historia de la naturaleza humana”.

Otro argumento machacón es la supuesta contraposición entre lo público y lo privado, cuando la verdad está en el equilibrio y, lo único importante, es que se dé respuesta a cada situación concreta, venga de donde venga. También añaden como porfía final la afirmación repetida de la de que la religión compromete a la política, cuando es justo al revés, la política compromete a la religión. Cuando tal sucede la jerarquía religiosa ha de de denunciarlo públicamente, no cabe el silencio tolerante disfrazado de prudencia. Y la cosa no queda ahí, incluso la memoria y la historia quieren someterla a leyes, para sean las únicas y verdaderas y a favor de sus propósitos, lo que podría suponer hasta influenciar el pensamiento. A cada cual hay que respetarle su pensamiento para que, con absoluta libertad y tranquilidad, lo desarrolle. Uno comparte la aspiración del filósofo y experto en leyes democráticas Charles de Montesquieu: “Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento”

Después, si su política fracasa, el argumento de siempre es echarle la culpa a los que antes ostentaron el poder. Antes de llegar a tal conclusión deberíamos reflexionar si en realidad tuvieron en su momento posibilidades con las que solucionar esos déficits y problemas.

Menosprecio y marginación

Es verdad que hay gente despreciable, pero uno ha de aceptarlos por el hecho de que son seres humanos, aunque sean como son. Aunque nos salga de dentro, no alimentemos nunca el desprecio hacia los mezquinos porque se vuelve contra nosotros mismos. Además si sentimos indiferencia ante los seres infames no nos afectará, pero si los repudiamos, a la manera de ellos mismos, nos creará desasosiego. Cuestión distinta es que nuestra autoestima nos debe llevar a sacar de nuestra vida a determinadas personas, lo que no significa odio sino una decisión justa.

Algunas personas menosprecian a los que les rodean, comenzando por sus familiares, para poner en primer término a otros que idolatran, sin que se sepa bien el porqué. Es posible que sea la consecuencia de que en su infancia no le enseñaron las prioridades en el verbo amor. Es una actitud muy triste, por eso siempre muestran cierta amargura.

En momentos no álgidos muchos piensan: “mucho me duele aunque no llore, cuánto lo siento y cuánto me callo, cuánto me ofendes y hago que no me importa... piensa un poco las cosas antes de hacérmelas... no creo merecer tanta indiferencia”. Son sentimientos que al menos deberíamos meditarlos. Si no vivimos aislados, los posibles planes, y más aún si los llevas a cabo, han de ser ponderados y conjuntos, sin miedos, pero viendo siempre los pros y los contras. Uno no puede querer realizarse tanto, que sea a cuenta de relegar a otro. Y lo peor es que cuando el que sufre la marginación mira hacia atrás y medita cómo fue, sin que haya importado, piensa: ya no puede ser lo mismo. Puede perdonar pero ya no confía, está esperando a que le hagan la siguiente. Ya se sabe que no somos perfectos, que diariamente cometemos errores, más si te fallan de forma continuada, te hastían, alteran tu paz y tu dignidad y ya todo es distinto.

Merece nuestra consideración y respeto la gente que no empequeñece a uno para agrandar a otro. Tenemos obligación de ayudar y ser generosos, mas no se puede ayudar a cuenta de otro, porque lo estás usando y despreciando. “La mayoría de la gente escucha con la intención de responder, no con la intención de comprender”, como expresó con atino Arthur Ignatius Conan Doyle –el creador del célebre detective de ficción. Sherlock Holmes– Es el reflejo de una realidad cotidiana: estás hablando, aún no has terminado y ya te están respondiendo.

Los mediocres no reconocen nunca a nadie y no aceptan nada que vayan más allá de sus limitaciones y propios topicazos; los inteligentes rechazan lo gastado y vacío y son capaces de descubrir a otra gente de talento. No esperemos ni busquemos alabanzas antes de haber logrado los motivos para que nos exalten. Hemos de que tener cuidado con esa capacidad innata que posee el ser humano para manipularse a sí mismo hasta el punto de creerse sus propias mentiras y volverlas creencias, y que nos lleva a aceptar nuevos principios, aunque no supongan mejoría ni avance.