Salvo que se modifique la decisión –algo poco probable, pero posible– tras los cambios en la gobernanza, la noticia de que los gabinetes central y autonómico cierran la vía de las ayudas –cerca de 50 millones en total– solicitadas por Barreras, cabe interpretarse como un ultraje. Y no porque las condiciones establecidas para la concesión fueran excesivas –en síntesis, presentar una agenda de trabajo razonable– sino porque suponen un agravio comparativo. A repartir de forma proporcional entre Madrid y Santiago, pero sin rebajar un ápice el calificativo.

Y es que, desde un punto de vista particular, puede hablarse de agravio en la medida en que con uno y otro origen se han otorgado subvenciones, ayudas y apoyos financieros que en no pocas ocasiones rozaban la línea divisoria entre la norma y la beneficiencia sin que a casi nadie le provocara remilgos. Y es comparativo el agravio porque, a diferencia de los aludidos, el caso de Barreras no ha tenido en cuenta ni la situación en que quedan trabajadores fijos y auxiliares y, además, el precedente que se establdece: desde ahora, control para todos o para nadie.

(Conste, antes de proseguir, que no se pretende en absoluto reclamar una cacicada, un atajo para remediar males o negar la existencia de los subsidios a los que las plantillas tendrán que –previsiblemente– acogerse. Pero eso es un derecho, no una ayuda ni una canonjía: lo han anticipado con las cuotas de sus nóminas o sus retribuciones, y en eso consiste el tan cacareado estado del biestar y la no menos repetida frase del “no dejar a nadie atrás”: las plantillas del astillero, directas e indirectas, no sólo las dejan atrás, sino tiradas en la cuneta del paro.)

Dicho lo anterior, y repitiendo el concepto de “ultraje”, hay que referirse a la actuación de los gestores de Barreras, desde Prothero a Ritz, pasando por los fondos que los respaldan y todos los que de un modo u otro hayan participado en lo que parece una masiva tomadura de pelo, como mínimo. Que son, ellos, los que sí se han salido con la suya, salvan los muebles –es decir, el megayate– y preparan una quiebra exprés que les permita escurrir el bulto lo más posible.Y ya que se ha mencionado el término “control”, no estorbaría una respuesta clara a la pregunta de quién consintió las actividades de aquellos gestores. Si es que lo hubo –control– de verdad, por supuesto: no es precisamente un hecho probado.

Procede, especialmente por el conjunto de disparates que jalonan la reciente historia de un astillero clave para el sector y para la conurbanización viguesa, preguntar qué va a pasar ahora. Es decir, si el Ministerio, la SEPI, la Consellería o la Xunta van a admitir, aún con el argumento –cierto, pero que por todo lo dicho, suena ya a excusa– que el astillero desaparezca. O sea, lo que Moncloa –quizá le carguen el “muerto” a Ábalos– no hizo con la compañía aérea, o eso dijeron que era, “Plus Ultra”, por ejemplo. Y suponía más dinero aún para una situación que a las claras se veía como un favor político. Ahora Galicia no pide favores: sólo sentido común. O sentidiño; da igual.

¿No?