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Alberto Barciela

El dataísmo, el placer y la culpa

“La religión emergente más interesante es el dataísmo, que no venera ni a dioses ni al hombre: adora los datos”. La cita es de “Homo Deus: Breve historia del mañana” de Yuval Noah Harari. El autor es un historiador y pensador israelí cuya obra se centra en demostrar que el epicureísmo se ha apoderado de la opinión generalizada en nuestros tiempos. La corriente se basa en unas señas de identidad básicas: el alejamiento en la creencia en dioses, la ausencia de temor a la muerte, el materialismo, la satisfacción razonable del placer sin caer en el deseo ni en el miedo y la práctica de la razón como guía de conocimiento.

El intelectual se ocupa de la evolución del ser humano hasta alcanzar en los tiempos presentes una posición privilegiada que le obligaría a ser consecuente con su humanidad globalizada y compleja en la que, según él, “una de las pocas guías debe ser la educación abierta, el abandono de los relatos parciales e inútiles de la religión, el nacionalismo y muchos otros, la lucha contra el dolor individual y social innecesario, y la asunción responsable de los nuevos retos biotecnológicos y bioinformáticos”.

Epicuro afirmó que es bueno todo lo que produce gozo, principio y el fin de una vida feliz. Pero para que el placer sea real debe ser moderado, controlado y racional

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Con un poco de interés y algo de indagación, siquiera excesiva, evocaremos la tarde de lluvias, adolescente e ingenua, en la que un maestro nos explicó con superficial desgana que el epicureísmo es un movimiento que abarca la persecución de una vida feliz mediante la búsqueda inteligente de placeres, la ataraxia (ausencia de turbación) y las amistades entre sus correligionarios. Epicuro afirmó que es bueno todo lo que produce gozo, principio y el fin de una vida feliz. Pero para que el placer sea real debe ser moderado, controlado y racional.

Nada parece haber cambiado en la validez de las buenas pretensiones de un griego del siglo IV a. C., el cual fundó una escuela llamada Jardín y cuyas ideas fueron seguidas por otros filósofos, llamados “epicúreos”.

En otra tarde de lluvias, muy alejada de mi adolescencia, casi diluida ya la evocación cierta de aquella clase tediosa, ofrecida con desgana por quien no descubrió el placer de enseñar, puedo decir que, siguiendo los consejos de otros maestros más implicados, he leído para conocer, he reflexionado para entrever, he olvidado para esenciar. Ahora, que reposo en los mismos límites de la levedad, en el origen de lo comprensible por definitivo, en la madurez, inicio cada día con voluntad de disfrutar pese a verme atenazado por la influencia de miles de datos inciertos que son utilizados en mi contra y en la de mis amigos, conocidos e indiferentes. Conozco, es cierto, a quienes prefieren vivir inmersos en la confusión y en la no verdad, sin platearse dudas y sin siquiera discutir. Sé también que las cosas, lo material, se han apoderado de nuestro entorno en sustitución de los afectos, y que su hallazgo ya no depende tanto de la gratificante relación comercial entre seres humanos, y que sin la creencia y el respeto a nuestros mayores y sus enseñanzas no existirá la tradición, la cultura y la capacidad de interpretar, aceptar o discrepar de pensadores como Harari. Estamos enredados.

*Periodista

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