Tobias Wolff dice que recuerda perfectamente cuándo murió Hemingway. Tenía dieciséis años y estaba sentado en un coche escuchando la radio mientras su hermano hacía una entrevista de trabajo. La música dejó de sonar y un locutor contó la noticia de su suicidio. A pesar de que por aquel entonces era un adolescente con pocas lecturas, Wolff sabía perfectamente la trascendencia que tenía aquel acontecimiento. Hemingway aparecía en las fotografías de las revistas tecleando en su máquina de escribir. O saliendo del Madison Square Garden después de presenciar un combate de boxeo. O cazando en algún lugar del continente africano. El autor de Adiós a las armas era tan conocido como Winston Churchill o John Wayne. Al enterarse de lo ocurrido, su hermano, que había regresado sonriente y animado de la entrevista porque lo habían contratado, condujo el coche hasta su casa con el rostro desencajado y sin decir una sola palabra. ¿Por qué le había afectado tanto la muerte de aquel escritor, hasta el punto de ensombrecer su pequeño momento de gloria?

Estos recuerdos se hallan en la introducción que Wolff escribió para una nueva selección de cuentos de Hemingway que se acaba de publicar en Estados Unidos. Aconsejado por su hermano, Wolff se dispuso a leerlo. Aunque al principio no llegaba a comprender los complejos asuntos que supuestamente se abordaban en sus narraciones, se sintió atraído de inmediato por la claridad que éstas presentaban; las descripciones eran fácilmente reconocibles: el sabor del almíbar en una lata de albaricoques, el olor de una tienda de campaña o el contacto con el agua fría de un arroyo. En sus relatos se mostraba una realidad tan familiar que no parecía literaria. Además, a veces no sucedía gran cosa. Eran hombres que viajaban, conversaban y bebían. O viajaban mientras bebían y conversaban. El drama, si es que tenía lugar, nunca venía acompañado de efectos especiales. Tras la ruptura sentimental, la muerte o la pelea, ya fuera ésta física o dialéctica, la vida siempre regresaba a su pedestre cotidianidad tras el abrupto punto final.

Años más tarde, en la madurez, Wolff descubriría que bajo esas escenas engañosamente sencillas de hombres pescando y caminando por el monte se ocultan otras historias implícitas. Se encontró, pues, con la pérdida, con el fracaso, con la debilidad. Con seres atormentados por razones que trascienden la literalidad del texto. Este ejercicio constituye una revelación impactante, como cuando indagamos en el sufrimiento que nos ha ocultado un amigo durante demasiado tiempo. Somos nosotros, los lectores, quienes hemos de completar el retrato de los protagonistas. Examinamos sus expresiones a fin de encontrar en ellas sus auténticas identidades. Rellenamos con observaciones sus silencios. Les atribuimos posibles traumas o heridas profundas para especular sobre el pasado del que proceden y el inexorable futuro con el que se enfrentarán una vez dejemos atrás la última frase. Como sucede con Peduzzi, el jardinero alcohólico de un hotel que, en “Out of Season”, ejerce de guía turístico en un pueblo italiano para un matrimonio estadounidense. En la superficie de ese relato solo se contemplan las anécdotas y los malentendidos lingüísticos, pero por debajo de la sólida prosa se halla la tragedia inabarcable de la persona. Hemingway pensaba que la omisión del cuento nos conduce a un desenlace similar al que paradójicamente él mismo acabó protagonizando. El hermano de Tobias Wolff lo descubrió al recibir la noticia de su suicidio aquel día en el coche. Sospecho que cayó en la cuenta de que, como sucede con los personajes de sus obras, de la vida de su admirado escritor tan solo conocía la punta del iceberg.