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Javier Junceda

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En el “telegrama largo” que el diplomático norteamericano George F. Kennan envió desde Moscú en plena Guerra Fría, advertía que el Kremlin era poco sensible a la lógica de la razón y bastante más a la de la fuerza. Su sugerencia a Washington de no entrar al trapo de las provocaciones soviéticas se fundaba en su sospecha de que tarde o temprano ese mundo colapsaría, sepultado por las penurias de su gente, además de que responder a sus amenazas sería hacerle el caldo gordo a la estrategia comunista, que perseguía ante todo cohesionar a su población en torno a un enemigo común –el capitalismo– para justificar y reforzar la idea de pertenencia a la nación.

Cuando en un país se eterniza la falta elemental de prosperidad, lo esperable es un estallido social. Máxime en estos tiempos, en que resulta posible desde míseras ventanas asomarse al balcón digital para comprobar cómo razonablemente se vive en otros lugares, incrementando el cabreo interior. La fórmula que toda la vida ha servido a los sátrapas para aplacar esa tendencia consiste en aglutinar a los ciudadanos alrededor de encendidas propuestas nacionalistas o ideológicas con la intención de columbrar horizontes de grandeza patriótica, porque no sólo de pan vive el hombre.

Estas consideraciones vienen a cuento de la nueva Marcha Verde que han ensayado y a buen seguro volverán a planear nuestros vecinos del sur sobre las ciudades autónomas que hacen frontera con su territorio. La diferencia de renta entre ambos lados de las verjas es la mayor del planeta, con una distancia sideral en términos de desarrollo humano, que mide el nivel de vida y de acceso a la educación o la salud. El fracaso continuado de las políticas que permitan allí hacer progresar a su sociedad contrasta con la opulencia de su casta dirigente, al igual que sucede en cualquier otra autocracia, dicho sea de paso. En ese contexto, con los recursos con los que hoy se dispone para informarse sorteando la censura oficial, lo normal es que no se hagan esperar revueltas populares que se levanten frente a ese lamentable estado de cosas, porque cuando algo así se produce, ni policías ni soldados pueden impedirlo.

Cuando los pueblos se hartan de vivir en condiciones insostenibles, lo habitual es que digan basta

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Para que eso no ocurra, desde la perspectiva del cacique, el último cartucho pasa por infundir en sus súbditos fervorosas ensoñaciones sobre la expansión territorial, como por cierto ha venido repitiéndose también en los regímenes totalitarios a lo largo de la historia.

Así, y mientras el argumento del puño no haga saltar por los aires la cordura que debe presidir las relaciones internacionales, no estaría mal tratar de seguir aquí las sabias recomendaciones que Kennan proponía a sus superiores, un ejercicio de santa paciencia que desde luego será difícil de sobrellevar por aquellos españoles con sentimientos patrióticos más a flor de piel, pero que parece aconsejable dado el proceder de nuestro incómodo colindante meridional.

Como la experiencia nos enseña, cuando los pueblos se hartan de vivir en condiciones insostenibles, lo habitual es que digan basta y busquen alternativas sensatas. O que entren en una deriva ingobernable, como ha pasado en otros países del Magreb. Lo que es seguro es que ambos escenarios suelen vacunarlos de nuevas aventuras expansivas externas, que es lo que nos interesa.

De abandonar esta impepinable táctica de aguante y abrazar la arriesgada del conflicto, debiéramos antes cerciorarnos de nuestras reales capacidades así como de los aliados con los que contamos, lo que no permite ser demasiado optimista a tenor de los discretos éxitos cosechados últimamente en ese terreno y de nuestra frágil defensa, lastrada por un pacifismo adolescente incapaz de comprender que para proteger la soberanía es preciso siempre contar con cierto grado de disuasión.

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