Las pantallas contagian puro odio estos días de campaña madrileña. Ladridos, amenazas, vituperios. La temperatura política sube. Madrid (España) se catalaniza y aquellos que no contribuyen a la hoguera son esquinados, escorados, devorados por la vertiginosa escalada del debate público hasta el umbral de la violencia. ¿Cuánto aguantará la tapa de la olla a presión sin explosionarnos a todos en la cara? En Barcelona, durante los años del suicidio con chaleco bomba de Convergència, llamados popularmente el procés, tuvimos que hacernos esta pregunta muchas veces. Todavía me extraña que la sangre no llegase al río.

La clase política encendió el fuego, Artur Mas quería desviar la atención de Pujol y los más pijos de España se disfrazaron de revolucionarios. Al otro lado, no faltaron los salvapatrias encantados de encontrar un demonio tras la disolución etarra. Pienso que aquella vez nos salvó de un verdadero estallido la barrera de panzas llenas de la clase media, el confort provinciano, la rabia circunstancial y aparente de los sobrinitos bien de las tietes pujolistas. Sin embargo, al dejar atrás los meses más duros de 2017 y 2018, yo tenía la impresión de que nos habíamos salvado por poco. Mirar atrás me producía vértigo. Hoy me lo produce mirar hacia adelante.

Tengan en cuenta los populistas, tan aficionados a hinchar la crispación para rascar cuatrocientos votos y cuarenta mil retuits, que ahora las barrigas están más vacías que antes de la pandemia. Hay colas de hambre, negocios en ruina, poca esperanza en que el futuro mejorará. Esto se traduce en que hoy, en nuestro país, tenemos más gente que cree que no tiene nada que perder. Y esa gente es imprevisible. Hemos normalizado las amenazas, pero alguna vez podríamos comprobar que algunas se cumplen.

Las sociedades occidentales deben sacudirse de encima el conformismo y valorar la paz como algo raro y precioso, como un animal exótico en peligro de extinción que necesita nuestra ayuda para seguir vivo. Durante décadas nos ha separado de la violencia una barrera de grasa y comodidad, pero el coronavirus y su crisis económica la han corroído. Somos más frágiles que ayer, más inestables, más débiles. El conformismo producto de la panza llena empieza a ser una fantasía, y Stefan Zweig nos advierte de lo que pasa cuando se acaba el cuento que nos contamos a nosotros mismos para dormir mejor.