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Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

El garito donde alquilamos las bicis

Crónicas de niñez y juventud de un vigués deslocalizado

Disponer como hoy de una bici de paseo o carreras que eran las dos modalidades que circulaban en los años 60, no era lo normal Pocos amigos tenían bici propia, las economías familiares eran muy modestas, el día a día era complicado y no estaba el horno para bollos. Así que, los que disponían de una pieza de las marcas más habituales que eran la Orbea o la BH, las cuidaban como oro en paño. Era difícil que te prestaran una, por lo que en general nos veíamos obligados a recurrir al mercado de alquiler.

El mejor lugar para alquilar era un garito hecho de tablas en la prolongación de Marqués de Valladares, después de la calle Pontevedra. Aquella zona era un lodazal con pequeñas construcciones en madera y allí, en medio de aquel espacio desolado donde más tarde, en los setenta, estuvo el restaurante Amarante de comida portuguesa, teníamos nuestro dispensario de movilidad personal sobre ruedas.

Acceder al lugar cuando había llovido días antes era todo un poema. Había barro a punta pala. Así que, en vez de entrar desde la calle Pontevedra, lo mejor era hacerlo por la calle Oporto e internarse hasta llegar a esa especie de caseto situado en medio del descampado. Tenía como único sistema de seguridad nocturno, una cadena enroscada en una tabla de la puerta y sujeta por un candado. Allí no faltaba nada. Eran otros tiempos y nos conocíamos todos. Aunque fuera “de vista”. Cuando llovía o amenazaba mal tiempo el kiosco de alquiler de bicis no solía abrir. ¿Para qué?

La caseta estaba atendida por una familia y las opciones no eran demasiadas, pero siempre había un roto para un descosido de modo que, una vez llegabas allí, con la calderilla que tuvieras a mano salías con una bici. Su estado era otra guerra. El alquiler de las que tenían mejor aspecto era un poco más elevado, pero te asegurabas una conducción sin sobresaltos. Las otras opciones implicaban más riesgo pues, aunque ellos mismos hacían un mantenimiento exhaustivo de la maquinaria, el tiempo que tenían las bicis, unido al paso de mano en mano y de pedalada a pedalada de cada unidad, provocaba que, cuando no rozaba la cadena, la zapata de atrás estuviera un poco desgastada o la rueda de adelante abombada respecto a la horquilla.

El caso es que, de vez en cuando, con los pocos recursos económicos que teníamos hacíamos un peto común y, si había dinero para darse una alegría, teníamos dos opciones: un homenaje culinario a base de manises, aceitunas, patatillas y unos bocks de cerveza en el Pasillo, en la cuesta de la Gamboa, o cultivar el aforismo romano de las Sátiras de Juvenal que aparecía escrito sobre las paredes del patio de algunos coles: “mens sana in corpore sano”, e ir a por las bicis.

Una vez allí se procedía al check-in del material y cada uno hacía uso de su memoria histórica relativa a las experiencias anteriores con cada una de las bicis: “la roja no, tiene mal el freno trasero…“. Los dueños del kiosco iban intentando dar respuesta a cada duda razonable que le se le presentaba sobre las diferentes unidades y, después del tira y afloja, cada uno pillaba la bici que a su entender le daba más confianza. Había alguna que incorporaba una dinamo. Un artilugio que iba acoplado a una parte de la estructura de la bici y que podía bascular para colocarlo o sacarlo del contacto con la rueda delantera. Esta pieza tenía una parte que, al contactar con la rueda giraba y, por la fricción, generaba energía eléctrica para iluminar un foco adosado al centro del manillar. Generalmente las bicis de alquiler no tenían dinamo, porque siempre se usaban antes del anochecer. La zona donde estaba el garito de alquiler sólo la iluminaban las estrellas. Por eso cerraba con la puesta de sol.

En aquel momento las bicis se diferenciaban por el manillar, si era recto significaba de paseo y curvo de carreras. También por género. El cuadro de las bicicletas destinadas a los chicos tenía una barra superior que iba en horizontal desde el sillín hasta el manillar, mientras que las de las chicas carecían de esta barra y podían subir a la bici sin levantar la pierna. Además, por si la chica vestía falda con vuelo, con la finalidad de que los radios no le pillaran la prenda, la bicicleta solía llevar una redecilla que cubría media rueda y que iba enganchada al guardabarros trasero.

Una vez realizado el protocolo de selección y haber formalizado el pago del alquiler, no se podía salir del garito sin dejar en depósito el DNI de cada uno de los bikers o de alguien que se hiciera cargo del grupo. De aquella muchos aún no tenían la edad para tener el documento pero manejaban la bici con maestría.

El tiempo mínimo de alquiler solía ser de una hora y excepto paseos por la zona baja y llana de la ciudad como Avenidas u Orillamar, pues las bicis no tenían cambio de piñones ni de catalina y era complicado enfrentarse a lugares como la Gran Vía o Urzaiz, las excursiones las hacíamos en llano hacia la zona de playas. El reto era siempre llegar a Samil.

Recuerdo que en una de esas escapadas “Alfonsito el pequeñín”, le llamábamos así porque en la pandilla había dos Alfonsos, iba en ruta en medio de la columna que formábamos chicos y chicas protegiéndonos de los pocos coches que circulaban en aquel momento por la Avenida Atlántida. De repente, a la altura del antiguo matadero, levantó la mano para que nos detuvieramos. Pensamos que se le había desenganchado la cadena o algo así, el caso es que dejó la bicicleta tirada en el medio de la carretera entre varios de nosotros. Corriendo, se fue hacia la cuneta donde había un árbol y a su pie comenzó a devolver. Quedamos atónitos y cuando finalizó la operación le preguntamos qué le había pasado y contestó: “me mareo en bici”. Levantó su máquina, se subió a ella y continuó la marcha como si no hubiera ocurrido nada. Había que llegar puntual y en hora a la entrega de las bicis. Cualquier retraso tenía sobre coste y no estábamos para eso.

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