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Define accidente nuestra más solvente academia en lo que a la lengua española se refiere, como aquel suceso eventual que altera el orden regular de las cosas. Cierto que existen también otras muchas acepciones: las singularidades geográficas, los particulares estados de ánimo, una indisposición sobrevenida e incluso cada uno de los signos con los que se varía la musicalidad de un sonido. Por citar tan solo algunos. Pero lo que hoy mueve nuestra desazón es esa reiterada, grave y trágica sucesión de eventos de tráfico que en cada tramo de nuestras carreteras, vías y autopistas envilecen el ánimo y sobrecogen el espíritu. Las mismas que cuando no nos implican personalmente en sus designios, más allá de un breve y solidario lamento, solemos confinar en el oscuro zurrón de la estadística. Ignoramos conscientemente que el último siniestro no es más que el preludio del siguiente, en una interminable sucesión de penas y lamentos.

Hace escasos días hemos sido testigos de la impiedad que agazapaba el destino sobre dos familias en la carretera autonómica PO-510, que une Porriño y Salceda de Caselas. Se trata de uno de esos escenarios que, como la “curva molinos” de la A-52 a su paso por Mos, acechan inclementes a la víctima de cualquier descuido, por tenue o leve que fuere. Multitud de siniestros, infinidad de víctimas, millonarios daños. Ingentes consecuencias todas ellas que, como la aparición de un terremoto o la erupción de un volcán, tan solo arriendan su tranquilidad al período que media hasta una próxima eclosión. Puntos negros de nuestra geografía que permanecen inquebrantables, rampantes, imperecederos, desafiantes; como si nadie hubiese en las diversas administraciones con la suficiente decisión como para desterrarlos para siempre de nuestras preocupaciones. Sea el Ministerio de Fomento, la Xunta de Galicia, la Diputación o los diversos municipios que dan cobijo a situaciones de tan probada y cruel gravedad.

"Ignoramos conscientemente que el último siniestro no es más que el preludio del siguiente, en una interminable sucesión de penas y lamentos"

Perversos desafíos que en todo caso guardan notables diferencias con los accidentes naturales. Pues, si estos, cuando surgen, sorprenden la confiada tranquilidad de nuestras vidas, amparados por los eternos espacios a que nos tienen habituados, los siniestros de nuestras carreteras son con demasiada frecuencia consecuencia directa de voluntarias inacciones, cuando no de la dispar asignación de recursos a fines menos demandados, e incluso a la puesta de perfil de quienes deberían darle solución. Y es de preguntarse, ¿qué puede haber más exigente que poner fin a esas amenazas que cada día desafían y condicionan la vida de cientos de miles de personas? Pocas justificaciones hemos de encontrar y, sin embargo, ahí permanecen esos dos puntos negros en nuestra red viaria. PO-510 y “curva molinos”, o viceversa, y que junto a algunos otros resisten el paso de directores, jefes, ingenieros, delineantes, capataces y profesionales de las más altas capacidades, sin haber acertado a dar la cumplida respuesta que estos crueles desafíos demandan. Confiados siempre en la esperanza de no encontrarse al siguiente, como si las muertes y las enormes pérdidas sufridas no fueran ya un amortizado peaje.

Nadie oculta que en cualquier carretera los siniestros atiendan a las más impensables razones, que son multitud los factores que inciden en la producción de un daño, pero precisamente por ello tanto a los usuarios como a las propias administraciones conviene exigir la más estricta observación de dos de los principios esenciales en la circulación viaria, como son los de confianza en la normalidad del tráfico y el de seguridad vial. En esencia, no otra cosa que hacer de la circulación algo siempre previsible y sin circunstancias que quiebren la razón del más normal de los mortales. Porque no es de comprensión que una autovía reglada a 120 Km/h exija reducir a 60 para tomar una de sus curvas. Como no es de juicio que un reciente trazado, nacido para sustituir una sinuosa y arriesgada carretera, alterne tramos de uno y dos carriles, en uno y otro sentido, con la levedad de quien monta un lego. La vida e integridad de las personas merecen mayor respeto.

Y es que no soy de entender, como lo hacía Petrarca, que cada uno tiene ya escrito su destino. Tal vez porque San Agustín, con el que decía hablar el ilustre romano, le habría confesado lo que al resto ocultó.

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