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Ignacio Arroyo Martínez

¿Vacunas? A propósito del COVID

La pandemia del coronavirus ha vuelto a plantear, con toda su crudeza, el debate del empleo de vacunas para combatir la enfermedad. Resulta sorprendente que en el siglo XXI pueda existir un debate semejante; es decir, el que cuestiona la bondad de la vacuna, por ser graves, y a veces desconocidos, sus efectos adversos.

La realidad muestra, sin embargo, que el movimiento antivacunas ha hecho mella en la sociedad y cada día gana más adeptos. Aunque las cifras son cambiantes puede decirse que en torno al 25% de los españoles son contrarios y en los EE UU el movimiento negacionista cala en mayores sectores de la población. Es cierto, sin embargo, que las mismas estadísticas prueban un descenso de los contrarios, tras la obtención de varias vacunas anticoronavirus.

En todo caso el fenómeno es relevante y afecta al sistema de protección de la salud porque la vacunación necesita, para ser eficaz, una masa crítica, en torno al 70% de la población, y el porcentaje residual es el caldo de cultivo del virus, lo que impide erradicar la enfermedad.

Observaciones tan elementales justifican un debate que aporte más luz sobre los argumentos favorables a la vacunación generalizada.

Frente a la vacuna existen tres posiciones diversas. En los extremos están los favorables y los contrarios sin reservas. Y entre ambos, navegan tres posiciones intermedias: Yo me vacuno cuando esté más rodada. Deben vacunarse solo los grupos de mayor riesgo (sanitarios, mayores y enfermos). Me vacunaré cuando sea obligatoria: viajar u otras circunstancias.

Más allá del debate filosófico que enfrenta la libertad individual frente a la imposición social obligatoria; a saber, si la salud pública generalizada supone una excepción justificada a la libertad del individuo, es lo cierto que existen argumentos muy serios en favor de la vacunación generalizada y sin excepción. A mi juicio, son los siguientes.

En primer lugar, la historia de la medicina enseña que las vacunas, desde su descubrimiento en 1796 por el médico inglés Edward Jenner, han erradicado graves enfermedades y evitado millones de enfermos y muertos. Negar su aportación al bienestar de la humanidad, por sus menores y eventuales efectos adversos, es simplemente un disparate histórico.

En segundo lugar, descendiendo al grupo de los dudosos, que nadie se equivoque porque todos, absolutamente todos, menores, asintomáticos, los dotados de anticuerpos, los más precavidos y los defensores del tratamiento solo con fármacos (por cierto, a descubrir), sufren los nefastos efectos de esta pandemia.

Porque el COVID no solo produce enfermedades, hospitalizaciones y muertes, que afectan en términos relativos a un porcentaje despreciable de la población, no más del 2% en todo el período, sino que los efectos primarios o sobre la salud física y mental, van acompañados de otros que deterioran el bienestar individual y social.

Me refiero, concretamente, a los familiares, amigos y conocidos de los enfermos y de los muertos. A las pérdidas económicas generalizadas, aunque en toda crisis, incluso guerras y pandemias como esta, una microminoría obtiene pingües beneficios.

A las privaciones de actos sociales y colectivos de todo tipo tales como espectáculos, incluso al aire libre como el fútbol, y cualquier otra actividad grupal de esparcimiento y recreo.

Por no citar, la limitación del aforo, la restricción de horarios, vuelos, transportes y desplazamientos, la escasez de ciertos repuestos y la dilación y tardanza, en general, de no pocos servicios. En definitiva, una vida individual y social de peor calidad de la que estábamos acostumbrados.

En conclusión, que nadie se llame a engaño, ni el egoísta ni el solidario. A la pandemia hay que vencerla no solo con restricciones y precauciones sino con la vacunación generalizada, pues la ciencia (rectius, certeza y experiencia) ha demostrado, por encima de rezos, liturgias y discursos políticos, ser el método indispensable y más efectivo para poner las cosas en su sitio.

*Catedrático de Universidad

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