Pero desde la decepción se da un salto otra vez al júbilo. El motor de la vida es el deseo. La decepción es saludable en la medida en que pone en marcha una y otra vez ese motor. Significa que cuando alcanzamos algo por lo que hemos luchado, nos damos cuenta de que no nos llena. No nos llena del todo, de ahí que pongamos las energías al servicio de otra meta. Si lo alcanzado no satisficiera plenamente, moriríamos en el acto como muere la mariposa al alcanzar la llama, que es el objeto de su deseo. Pero nada nos colma hasta ese punto. Podemos quemarnos las alas un poco con la consecución de un objetivo, pero muy poca gente se abrasa.
Mi compañero de asiento, en el avión, me pregunta qué haré cuando llegue a destino.
–Si llegamos –añade, pues le da pánico volar y no le ha gustado el gesto de la azafata.
–Espero –le respondo– que en el aeropuerto esté esperándome una persona muy importante para mí.
–¿No tienes miedo a que se caiga el avión?
–Tengo miedo a que no aparezca esa persona.
Aterrizamos sin problemas, por lo que felicito a mi interlocutor. Luego, abandonamos juntos las instalaciones, pero a mí no me espera nadie. Al despedirnos, me mira compasiva o solidariamente, no lo sé. He ahí, juntos, un caso de alivio y otro de decepción. El miedoso se va más contento que yo. A mí me cuesta reponerme un día y medio, lo que se tarda en hallar otro objetivo para seguir viviendo.