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Escambullado no abisal

Hacia Valinor

Añoro más el mar que a muchas personas. Lo he divisado en la distancia y paladeo su brisa con síndrome de abstinencia. Habría podido acercarme pero sin sumergirme; como un beso que titila y duele porque no llega a darse. Ya me sucedió en Santiago, durante mis cuatro años de carrera. Días felices, de sueños y juergas. También de una melancolía suave, apenas perceptible. Al despertarme cada día añoraba el mar, ya casi antes de volver en mí. En Vigo, aunque lo hayamos intentado tapiar, siempre nos acompaña, al menos entrevisto o presentido. Como esa madre que piensa en nosotros, aunque no la llamemos, y deja cada día un plato de más por si acaso. Así nos arrulla el mar en su regazo.

Me he empapado de mar todo el año, también en invierno, en las pachangas de Samil y en el trayecto a la oficina, desde la ventanilla del Vitrasa. Su murmullo me serena, reconciliándome con la humanidad. El mar actúa de psicólogo en nuestra locura viguesa. Cuando viajaba a los partidos del Celta fuera de casa, en ciudades hermosas como Salamanca o Granada, me incomodaba el silencio y me asfixiaba el horizonte. Somos de ruido y mar, su tormento y su descanso. En la ría, el mar suele corresponderse con nuestro ánimo: calmado o encrespado, verde azulado o profundamente plomizo, no sé si por reflejo o alimento. El mar nos sostiene como el líquido amniótico dentro del útero.

Ahora que ha irrumpido el calor, sería ya tiempo de playa, arañándoselo a la rutina en espera de las vacaciones. La playa ejerce de escenario de los recuerdos más bellos: las excursiones familiares, los castillos de arena, las aventuras por las rocas y el bocadillo de la merienda. También el regateo de la digestión, aquellas dos horas bajo amenaza mortal, con el mar reclamándonos. Después, de adolescente, los partidos, las charlas de toalla y los flirteos. Los padres intentamos que nuestros hijos revivan ese mismo paraíso. Los ancianos pasean por la orilla, con las olas refrescándoles los pies cansados. El mar es frontera y camino, promesa y muerte; las gaviotas blancas y los navíos grises dirigiéndose hacia el sol poniente, a los que cantaba Tolkien. La playa nos congrega a todos.

Nos espera este verano otra playa, parcelada como en un plan general de ordenación urbana. Ya no nos salpicarán de arena los niños al pasar ni podremos escuchar las conversaciones ajenas mientras fingimos dormitar. Quizá se establezcan cuotas de castillos y rocas. Pero el mar, cuando lo alcancemos, tal que ansiosas crías de tortuga, será otra vez el mismo mar.

Habitamos en el mundo que habían augurado las películas. En Contagio, sobre una pandemia originada en China. Incluso en El Núcleo: los expertos han detectado fluctuaciones extrañas en el campo magnético de la Tierra. Cualquier día un meteorito nos asolará como en Deep Impact. El personaje de Tea Leoni se reconcilia con su padre, Maximilian Schell, y ambos se abrazan sobre la playa mientras la ola gigantesca que los devorará se aproxima. Será así o por el deshielo del cambio climático, centímetro a centímetro. Ya que ha de suceder, no es mala forma de morir, devueltos al mar del que provenimos. Hacia el Oeste, tras las Cíes, se ocultan las costas de Valinor.

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