Los bulos y las insidias son despreciables y mucho más en una situación crítica como la que vivimos. No pasa un día sin que deje de asombrarme por la capacidad de fabulación de este país para hacerse daño unos a otros. Pero si es mala la inventiva sectaria y partidista de la gente, es aún peor la enajenación categórica de un presidente de gobierno que se dirige a los ciudadanos en su alocución de los sábados para insinuar, como si nada, que gracias a él no se han infectado 30 millones de españoles y muerto 300.000 por culpa del coronavirus. Esto, al igual que la famosa movilización del 8-M, merece un punto de inflexión. Sánchez dice ese tipo de cosas, que deberían figurar por méritos propios en la historia universal de la infamia, porque quiere convencer a los españoles de la necesidad de mantenerlos confinados, en esta especie de enclaustramiento teledirigido y a la carta en el que el mando único es suyo, durante un mes más, como mínimo.
España ya no es el cuartel y el convento del franquismo de la posguerra, ha pasado a convertirse en una especie de campo animado donde los zombies se felicitan de ver la luz unas horas y encontrarse de vez en cuando en las terrazas de los bares. Y pronto habrá fútbol para seguirlo desde la televisión. En este estado orwelliano de las cosas lo natural es, lógicamente, rebelarse. El único problema es que al frente de la rebelión se ha puesto la derecha camorrista, decidida a tomar la calle en los barrios "pijos" de Madrid, sin respetar el distanciamiento social impuesto por razones de salud pública y, lo que es todavía más estigmatizador, portando banderas nacionales.
¿Qué más quiere el Gobierno Sánchez-Iglesias para proseguir con su depuración de la libertad que tener en frente a la carcundia que encarna Vox, o a Ayuso animando a los madrileños a saltarse el estado de excepción sanitario? Es, digamos, el efecto deseado.
