Cuando El ala oeste de la Casa Blanca se estrenó en 1999 y se convirtió no sólo en una serie elogiada por la crítica sino en el éxito comercial de una de las grandes cadenas de televisión por cable (NBC), se decía que era la primera vez que la gente veía con interés una historia de ficción protagonizada por políticos. Con eso se pretendía sugerir que, hasta la llegada de su creador, Aaron Sorkin, a nadie se le había ocurrido que congresistas, senadores, secretarios de prensa, jefes de gabinete y speechwriters podrían convertirse en unos héroes con los cuales el público acabaría identificándose.

Sabemos que, desde que esta serie dejó de emitirse en 2006, el género político derivó en distopías, comedias ácidas y melodramas. Aquellos miembros de la Administración Bartlet, perspicaces e idealistas, quienes a veces se pasaban las noches conversando con entusiasmo sobre cómo mejorar la educación, la sanidad o el sistema público de pensiones, no parecen encajar en nuestros cínicos y acelerados tiempos. Ahora muchos espectadores creen que House of Cards, un thriller cuyos protagonistas son unos brillantes criminales, refleja mejor la realidad del funcionariado de Washington.

El político siempre ha sido una figura trágica que debe resistir la tentación corruptora del poder, soportar la crítica de una parte del pueblo y asumir toda la responsabilidad en crisis como la que estamos padeciendo, cuando se producen muertes difíciles de explicar, se cometen errores logísticos y se avecina una temporada de incertidumbre económica. Edmund Burke decía que el verdadero estadista es un "filósofo en acción", porque, para poder anticiparse al futuro, debe saber interpretar bien el pasado. Ahora que se acaba de cumplir el 75 aniversario del suicidio de Hitler, no estaría mal reivindicar el oficio de la política, especialmente la política parlamentaria, contra la que el Führer ya había cargado en Mi lucha, donde define al Parlamento como un peligro para los intereses de la nación.

El desprestigio que exhiben algunos representantes, incapaces de ilusionar a los ciudadanos, genera una actitud pasiva en el proceso democrático; se piensa que "todos son iguales" y que las sesiones en las Cortes forman parte de un teatro sin contenido sustancial. De ese modo, comienzan a normalizarse las campañas de desinformación y por las redes sociales circulan una gran cantidad de injurias. Convendría distinguir entre la crítica y el odio; entre el desencanto y la desidia. La crítica y el desencanto mantienen a la democracia viva, que, como dice el historiador Timothy Snyder, es "una aspiración", es decir, un sistema revisable y permanentemente mejorable. Mientras que el odio y la desidia suelen herir a las democracias (en ocasiones de muerte), pues en este estado de emociones no suele demandarse un cambio en el sistema, sino que se cuestiona el sistema en su totalidad, apartando, además, a una parte de la población que no comulga con la nueva visión rupturista. La política, a pesar de las pandemias y las reconversiones industriales, siempre será uno oficio esencial en el que tienen que surgir personajes con los que poder identificarnos.