Ahora se habla mucho de los Pactos de la Moncloa de 1977, desde que el presidente del Gobierno solicitó al resto de fuerzas políticas que, entre todas, llevaran a cabo una reedición de aquellos acuerdos realizados durante la Transición. Algunos han rememorado también la implementación del Estado del Bienestar en Europa tras el desastre económico que produjo la Segunda Guerra Mundial, brillantemente relatado por Tony Judt en Posguerra gracias a la reconfortante precisión de su prosa. Unos análisis y reflexiones que han coincidido, además, con una declaración reciente de Pedro Sánchez, cuando éste habló de "articular un gran Plan Marshall" para dar una respuesta conjunta a la crisis generada por el coronavirus.

Sabemos que, al invocarse unos Pactos de la Moncloa en España y un Plan Marshall en Europa, no se pretende repetir exactamente los mismos episodios históricos sino de apelar al simbolismo que los envuelve; con los primeros, la unidad de partidos políticos de ideologías enfrentadas a fin de evitar el colapso del país; con el segundo, la implicación de todos los estados en una reedificación del continente sobre las ruinas (económicas, sociales y morales) que deja una guerra. Además, el momento que estamos viviendo, como exhibe ciertas similitudes con los momentos en que dichos acontecimientos ocurrieron, incita a recuperar las fórmulas que en su día resultaron eficaces. Esta crisis requiere altura de miras, iniciativas ambiciosas, esfuerzo colectivo y solidaridad.

Sin embargo, el problema reside, precisamente, en la utilización de las palabras. Los Pactos de la Moncloa tuvieron lugar en una época, la Transición, cuestionada por un número nada desdeñable de diputados (algunos incluso forman parte del gobierno), que nos retrotrae a un contexto político (la democracia recién nacida a punto de expirar antes de tan siquiera ponerse en marcha) ya superado. La mención al Plan Marshall, por otro lado, no hace sino resaltar la gran ausencia de su auténtico promotor, la superpotencia estadounidense, que ahora ha regresado al aislacionismo, sin olvidarnos de que lo único que llegó a España con ese nombre fue la película de Berlanga.

Los discursos deben estar cargados de Historia con mayúsculas, introduciéndose en ellos las mejores versiones que nos ha proporcionado la misma, pero, si se pretende persuadir a la población y a otros líderes (nacionales e internacionales) para recobrar el espíritu que aquellos episodios provocaron, quizás es conveniente proponer nuevos pactos y planes que, aun siendo una suerte de reedición de los anteriores, contengan también algunas propuestas creativas relacionadas con nuestro presente. Limitarse a mencionar esos acontecimientos una y otra vez, como las víctimas de Candyman frente al espejo, puede que sea insuficiente y que acabe provocando frustración. Y la frustración suele conducir a la melancolía.

Muchas de las personas que se están muriendo ahora pertenecen a las generaciones que crecieron en ese "mundo sin instituciones" del que hablaba Keith Lowe en Continente salvaje, donde hubo que poner nombre a muchas cosas, creando, para ello, otro lenguaje y estableciendo alianzas tan necesarias como aparentemente imposibles, resistiendo largos periodos de escasez e incertidumbre. Nuestros tiempos también demandan, como decíamos, ese tipo de esfuerzos e iniciativas. Pero también ideas originales.