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Escambullado no abisal

El pisito

El piso, que era lugar de pernocta, manduca y paso, apenas un conjunto de estancias, se ha convertido en útero materno. Si me quedo en silencio, creo oír a mis hijas crecer, sus músculos y huesos estirándose milímetro a milímetro, como el rumor de un riachuelo distante. Son crisálidas que eclosionarán a la luz de mayo. El piso nos acoge y nos resguarda. Puedo también percibir mi propio encogimiento. El piso, como mortaja. Lo será de ancianos solitarios y gente desvalida en estos días terribles.

El piso, o sea, se nos agranda o estrecha según fluctúa la angustia que lo habita. Algunos se ahogan en el confinamiento y se les caen encima las paredes cóncavas, como en El gabinete del doctor Caligari. Otros galopan como un caballo cimarrón por las infinitas llanuras, persiguiendo un horizonte que jamás atrapan. He conocido a gente que viaja para huir de sí misma y no ha explorado ni su propia habitación. El espacio no se determina en la dimensión física, sus metros cuadrados, sino en nuestra experiencia emocional. El piso será otro piso, igual que nosotros seremos otros, cuando la cuarentena concluya.

Aquellos que dábamos el techo por sentado habremos aprendido a valorarlo de tanto contemplarlo en silencio, mientras fuera llueve y el telediario nos abofetea con personas a la intemperie. A la generación anterior, condenada a emigrar, sin estudios ni domicilio, les obsesionaba que sus hijos hiciesen carrera y poseer una vivienda; disfrutarla al menos en renta limitada. Es el ansia que Ferreri retrataba en El pisito o Berlanga en El verdugo. Para mis padres, que nos costearon lo primero privándose de lo segundo, mi piso y el chalet de mi hermano han constituido su más íntimo orgullo. No por el valor catastral de lo que hemos adquirido, sino por sentirnos guarecidos. La casa es la madriguera en las que nos escondemos de los monstruos que nos acechan.

Carpanta dormía bajo un puente y a los "homeless" de Las Vegas los estacionan en los parkings. La vida es un tebeo sin gracia. En realidad solo unas cuantas letras impagadas nos diferencian de ellos. La hipoteca es una amputación mensual con la que aprendemos a convivir. Fue, sin embargo, una herramienta de progreso, democratizando el acceso a los bienes inmuebles. Roosevelt, a quien hoy vuelve a citarse como cada vez que el estado tiene que remediar las carencias del mercado libre, compró hipotecas impagadas a los bancos y alivió sus condiciones para superar la gran depresión. Habrá otro New Deal o imperará la ley de la selva cuando concluya la moratoria gubernamental de los desahucios.

Limpiamos más el polvo, o al menos se nos acumula, porque se compone de piel humana en un alto porcentaje. Nos reconstruimos en cada instante y al cabo de los años será más lo desparramado que lo puesto. El piso nos acoge en cuerpo y alma. Por las esquinas de los pisos también hemos ido sembrando memoria, que recuerdo en estas horas muertas: las juergas trasnochadas en el salón, los gateos de mi hija mayor por el pasillo, las sobremesas alegres y las ausencias melancólicas, también los portazos de enfado que preludiaban la reconciliación. Reaparecen por los cajones las fotos extraviadas, las facturas que ya a nadie importan y los juegos de mesa a los que dejamos de jugar. Y ese amueblado que nunca se termina, desde aquella primera caja de cartón que nos hizo de mesa. Otros edificaron el piso, otros lo financiaron, pero hemos sido nosotros los que hemos levantado estos hogares.

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