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Duelos en soledad

La muerte es un trance. Un duro paso. Quién más quién menos ya ha vivido la experiencia de perder a un ser querido, próximo. Los sentimientos se desbordan a borbotones, como las emociones. Y el consuelo, por efímero que sea, ayuda. Sostiene. Quiénes están viviendo esta situación, perder familiaras por el coronavirus, el dolor se multiplica. La muerte se vuelve, si cabe, todavía más cruel. Mueren solos. En una fría habitación, o una Uci de un hospital, o ni siquiera eso. Más terrible es saber el abandono en que, en algunas residencias de mayores, han fallecido nuestros abuelos y padres. La UME lo ha testimoniado. Sobran palabras. Crudos testimonios de una vulnerabilidad extrema. No hemos querido ver, ni tampoco algunos han hecho.

Quedan y quedarán muchas despedidas pendientes. Muchos adioses, muchos te quiero que jamás serán escuchados. Como tampoco muchas manos entrelazadas en los últimos momentos. La soledad de la muerte es un camino por el que todos vamos a pasar, pero sentirse acompañados juega en otro plano, como también el sentirse y saberse amados. Solo con esto último una parte de nuestra soledad se amortigua.

Dicen los sicólogos de la conveniencia de escribir una carta, de soltar la ansiedad y la adrenalina atropellada de nuestros sentimientos, recuerdos, vivencias, experiencias y tantos y tantos momentos vividos y que ya son recuerdos. Simplemente eso. Todo ayuda. De nada sirve la angustia atribulada cuál espina punzante de no haber cogido su mano en el último momento, de un beso, de un adiós, de un velatorio o un entierro multitudinario o pequeño pero lleno de emoción y cariño de amigos y familiares. Estamos hecho para las alegrías, pero también para las despedidas, los lloros y esos otros momentos donde a todos, de pronto, nos martillea en la cabeza un hecho, somos frágiles, sumamente frágiles en un camino efímero, de vuelta y retorno. Luego, las creencias o no creencias que cada uno tenga, ayudan. Vaya si ayudan, porque el ser humano busca consuelos, busca abrigar dudas, lugares, preguntas, muchas sin otra respuesta que la fe, la razón, la duda, la incertidumbre y un siempre sutil, hasta pronto. Porque todos creemos que al final, hay un hasta pronto con reencuentro. Da igual la cultura y la religión, aunque no todas.

Son días difíciles, extremadamente duros para quienes están perdiendo a sus seres queridos. Doblemente duros y difíciles. Perder a un padre, a una madre, un hermano, un abuelo, un hijo sin poder estar, sin la proximidad del amor, de la palabra, del susurro, también de la lágrima, del abrazo, es, sencillamente un desconsuelo atroz. La frialdad de la distancia, la lejanía de un ataúd y unas flores a decenas de metros y la imposibilidad de abrazarte con tus seres queridos o su propia compañía en estos momentos, duele, aflige, rompe, consterna y, también, silencia. Nos silencia en el mundo interior de nuestro sufrimiento. Nos recoge hacia nosotros mismos y esto, no siempre, es lo mejor. Cada uno reaccionamos ante la muerte como reaccionamos. Con dolor pero con esperanza. Con el egoísmo de la pérdida que no queremos aceptar, hasta la paz de creer, qué remedio, que ya está mejor. Aceptar esto último o no también nos diferencia a los seres humanos, seres de carne y hueso a los que nos retuerce el dolor y la inhumanidad más humana sin embargo de la propia muerte. Del silencio. De una voz que se apaga y ese libro inmenso que se cierra como nos decían de pequeños cuando un abuelo se marchaba. Sí, son muchas las despedidas pendientes para cuando un tiempo, de normalidad, distinta, eso sí, nos devuelva quizás otro tipo de sonrisa.

* Profesor de Derecho. Universidad Pontificia Comillas de Madrid

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