Si acudimos al Diccionario de la Real Academia Española, la primera acepción de la palabra premio es "recompensa, galardón o remuneración que se da por algún mérito o servicio". En muchas ocasiones, y más en estos tiempos de "vacas flacas", los premios consisten solo en un honor: se otorga al beneficiado un mero galardón honroso como consecuencia de un acto o una trayectoria. En otras, además se remunera o retribuye con dinero o algún otro objeto de valor.

Recientemente, la Asociación de Juristas Gallegos en Madrid (Jurisgama), presidida por el Profesor Carlos Lema Devesa, tuvo la deferencia de concederme uno de sus galardones anuales: el premio Montero Ríos. La mencionada asociación reúne, a mi juicio, dos características que la sitúan en el ámbito de la excelencia: es una asociación de juristas que además son gallegos. Y, aunque suponga una autoala banza, debo manifestar que ambas condiciones, sumadas, representan una especie de marca de calidad en el desempeño de la profesión de jurista en general y de abogado en particular. Y es que la prudencia, la moderación, la sagacidad y, sobre todo, unas dotes especiales para la estrategia procesal, hacen del gallego un sujeto especialmente dotado para el ejercicio de la abogacía.

Lo que se persigue con el premio Montero Ríos, nombre muy bien elegido por haber sido el compostelano don Eugenio un jurista y político de primerísimo nivel, es distinguir anualmente a un jurista contemporáneo, de origen gallego, que haya alcanzado prestigio en el ejercicio de su actividad. Se recompensa, por consiguiente, no tanto el mérito de un acto concreto, cuanto el significado de toda una trayectoria. Por eso, este premio suelen recibirlo personas, como me sucede a mí, que están en los últimos tramos de su carrera profesional.

En mi caso, se ha premiado una doble actividad: la de un profesor-abogado o un abogado-profesor. El maestro Uría me dijo en una ocasión que los docentes universitarios que nos dedicábamos a la abogacía éramos una cosa o la otra según cuál fuera la faceta predominante. Si tuviera que responder cuál de las dos condiciones prima sobre la otra, no lo tendría fácil, pero pienso honradamente que soy más profesor-abogado que abogado-profesor, aunque no descarto que los que me conocen sostengan que soy un abogado-profesor.

En todo caso, y como resumen de mi faceta universitaria, de investigador y docente, me gustaría afirmar que comparto íntegramente la opinión de Don Miguel de Unamuno cuando decía que "es detestable esa avaricia espiritual que tienen los que, sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos". Con ese espíritu de generosidad propio del quehacer universitario, inicié en 1986 mi otra gran aventura profesional: el ejercicio de la abogacía, de la que he recibido también grandes satisfacciones profesionales.

No es infrecuente que en el acto de entrega de los premios los galardonados se revistan de falsa modestia a la hora de agradecer el honor. Para no pasar por engreídos y aseverar que son merecedores del mismo, hay premiados que cubren su soberbia con un sayo de humildad y proclaman falazmente que no merecen la recompensa concedida. Lo cual, si bien puede revelar la modestia del galardonado, supone sin duda una crítica a los otorgantes del premio, ya que se lo habrían concedido a alguien que admite en público que no lo merece.

Por lo que antecede pienso que, mejor que esa actitud cínica, es aquella otra que tiene en cuenta, al menos, los dos siguientes pensamientos. El primero es de Esopo y dice "la gratitud convierte lo que tenemos en suficiente. Es la señal de las almas nobles". Y el segundo, de autor desconocido, dice "cada vez que subas un escalón de triunfo, sube dos de humildad".

Pues bien, soy de la opinión de que todo premiado debería tener en cuenta que no tendría un alma noble si no agradeciera de todo corazón el premio recibido. Pero, sobre todo y de acuerdo con el segundo pensamiento, debería tener muy presente que subido el peldaño de triunfo que supone el premio, tendría que ascender otros dos escalones de humildad.