Poco antes de la invasión de Irak, el presidente George W. Bush firmó un memorando en el que se presentaban una serie de argumentos para que los talibanes y los miembros de Al Qaeda no estuvieran protegidos por la Convención de Ginebra. El autor del texto era John Yoo, un profesor de Derecho de la Universidad de California que en aquel momento ocupaba un alto cargo en el Departamento de Justicia. El memorando, ampliado luego por Jay S. Bybee, no solo situaba a Estados Unidos al margen de la ley sino que, de paso, también proponía la redefinición de algunos conceptos que podían resultar molestos en la "guerra contra el terror", al señalarse, por ejemplo, que infligir sufrimiento a una persona, en sí mismo, no se puede considerar tortura, al menos que se cause la muerte o se generen traumas en el organismo y secuelas permanentes. De ese modo acabaron justificándose métodos de interrogatorio como la asfixia simulada ("waterboarding"). Bush reconoce en sus memorias que esta técnica, la cual consiste en cubrirle la cara al preso con un paño y echar agua sobre éste para generar una sensación de ahogamiento, es "dura", pero lo médicos de la CIA le aseguraron que "no deja un daño duradero".

En 2004, la revista The New Yorker publicó un reportaje firmado por el periodista Seymour Hersh en el cual se mostraba cómo varios soldados estadounidenses habían abusado de unos prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib. Ya conocemos el escándalo que provocaron aquellas imágenes. El primer "memorando de la tortura", como se le denominó posteriormente una vez conocida su existencia, se titulaba, sin ironías, "Tratamiento humano de los talibanes y miembros de Al Qaeda detenidos". Una perversión del lenguaje típica de la literatura orwelliana. Los promotores de la aventura iraquí, como Dick Cheney y Donald Rumsfeld, se hallaban entre los destinatarios de aquel memorando. Todos, incluido el comandante en jefe, actuaron en consecuencia. Conviene recordar estos hechos. Forman parte del legado de la Administración Bush.

Pero George W. Bush también condenó la islamofobia inmediatamente después de que se produjeran los Atentados contra las Torres Gemelas ("el islam es una religión de paz"), elogió las aportaciones de los inmigrantes al país ("su talento, trabajo y amor por la libertad nos ha ayudado a ser el líder del mundo") y siempre ha encajado bien las críticas de la prensa, recordando la relevancia que tiene el periodismo en una democracia. Además, es un tipo simpático y muy carismático. No es extraño que ahora la presentadora Ellen DeGeneres y Michelle Obama tengan una buena relación con él. Si uno vuelve a ver Journeys with George, el documental de Alexandra Pelosi sobre la campaña electoral del expresidente republicano, puede comprobar lo difícil que resulta no sucumbir a sus encantos. Bush es el candidato con el que uno se tomaría una cerveza. Donald Trump, que no posee dichos atributos, se suele lamentar del tratamiento que recibe por parte de los medios de comunicación. A Bush, sin embargo, le llamaron cosas parecidas o incluso peores, desde "fascista" hasta "criminal de guerra". En aquel entonces, como ahora, algunos ciudadanos estadounidenses, debido a las políticas del gobierno, decían sentirse avergonzados de su país cuando viajaban al extranjero. La diferencia es que antes se hablaba de "los errores del gobierno", un poder transferible y temporal, y ahora de "la crisis de la presidencia", una institución imperecedera que debería estar por encima de ideologías y periodos históricos. El problema es que hay ciertos errores que son muy difíciles de corregir, especialmente cuando un documento refleja los esfuerzos intelectuales que hicieron las autoridades para justificarlos, generando en la institución aquello que decían evitarle a los presos: un "daño duradero".