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Mezclilla

Estúpidos rollos matrimoniales

¿Cómo has tardado tanto? le preguntó Candi, Cándida, a su flamante marido que acababa de llegar del piso de arriba, adonde había ido en busca de unos huevos prestados, ya que era un devorador de ellos. Y él, silenciosamente se restregó con las dos manos la oreja que se rascaba siempre en los momentos que tenía la mente enturbiada.

Llevaban unos días casados.

Unos cinco o seis, creo, se dijo ella.

Y recordó que había salido de la iglesia colgada de su brazo, sosteniéndola torpón y con mucha desgana.

De pronto, bruscamente, le exigió que le dijera si la quería de verdad verdadera y por fin consiguió que le confesara que se había pasado mucho, muchísimo de lo correcto, porque había estado fornicando con la sucia Púrpura, la de los huevos, la vecina de arriba.

Entonces le chilló que era un degenerado, un puerco que se iba a buscar la cena de ella y se bajaba calzones y calzoncillos ante aquella pécora que seguro le decía que tenía un adorable miembro.

Su silencio hizo que le gritara más enfurecida, bramando como una salvaje desquiciada: No es posible que te vayas en busca de mi cena y te bajes los calzones ante la primera que te dice que tienes un precioso y apetecible miembro.

Y ahora -prosiguió ella- ponte a hacerme una tortillita con los huevos que te dejó esa pécora. Venga, venga. A trabajar ya y a hacerme la tortillita jugosa con los huevos que te dejó esa maldita Purpurita.

-Venga, venga ya, no alborotes en plan rabanera, le dijo él en tono paternal y ella le sacó la lengua.

Y él le hizo la tortilla y quiso dársela, diciéndole: Un bocadito para ti y otro para mí.

Después, aquella noche, acabaron con casi tres botellas de vino tinto y una de ron y otra de ginebra, y con una bestial borrachera.

Y ella no quiso volver a verlo ni saber su verdadero nombre que le ocultaba, y se fue a trabajar en un hospital de niñas aquejadas de ceguera y de niños sordomudos, para ser sus ojos y sus palabras, devolviéndoles las vidas que les habían robado quienes no hicieron nunca nada por evitar esa terrible catástrofe de sus vidas.

Y Cándida escribió un cuaderno al que llamó Cofre sepulcral y que empezó de esta manera: en este cuaderno voy a encerrar la pesada piedra que me aplasta desde hace ya un tiempo respetable y guarda el pétreo y agobiante secreto que me oprime, agobia y anonada y que se debe al hecho de que no quise aceptar que él fuera gay y tuviera relaciones con hombres. Fui muy estúpida, porque lo amaba y, si no hubiera sido por la maldita ley imperante, estaría contenta, cantarina, alegre, satisfecha, rebosante de felicidad.

No puedo seguir escribiendo porque me lo impiden las lágrimas de mi llanto.

Candi, a continuación, se dijo con lágrimas copiosas y mucha rabia que era muy desdichada por los estúpidos rollos matrimoniales, y que tenía que acabar con ellos o suicidarse, algo que no haría por nada ni nadie, así que se puso a bailar y a cantar el alegre xiringüelu de los ástures. Y desaforada, sintiéndose muy contenta y alegre, como una niña en una fiesta comenzó a quitarse la ropa.

Pero el gozo y la alegría le duró menos que la risa de un bebé agitando su sonajero al caer no desvanecida, sino muerta.

Y un hombre desconocido por todos los presentes en el funeral, que parecía muy afectado y triste y que era el gay que la quería de verdad, con un amor verdadero, sin egoísmo y toda generosidad, alzó la voz y dijo: Ella me amaba y yo la correspondía. Nuestro amor era amor del bueno. Permanecerá vivo hasta mi muerte.

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