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Francisco García.

Memoria de la crueldad extrema

En una semana recordaremos el más cruel de los atentados terroristas de la historia, la masacre del 11 de septiembre de 2001, hace ya casi dos décadas. Volveremos a rezar por las víctimas, encenderemos velas y aguardaremos el juicio contra los responsables, que ya abriga fecha próxima. Las heridas, que no han cerrado, hablarán por las cicatrices.

Tras unos años de zozobra, de los ataques salvajes a los trenes de Madrid, de los atentados de París y Londres, vivimos una época de cierta tranquilidad, pero conviene mantenerse alerta: las fuerzas destructoras solo están rearmándose, porque su guerra no es de este mundo, sino una batalla de fanáticos que entrenan la sangrienta escaramuza. ¿Cómo defenderse de quienes tratan de destruir los pilares de la civilización occidental sin caer en medidas extremas de Talión, un ojo por cada ojo, un disparo al corazón por cada tiro en la nuca?

Puede que los extremistas pongan dinamita en los capiteles de las columnas podridas de la civilización occidental, pero ese modelo de relacionarse que hunde sus raíces en la antigua Grecia y que en Francia, en 1789, creció al grito unánime de libertad, igualdad y fraternidad sigue vigente, pues no se ha inventado una forma mejor de gobernarse.

En Occidente no se mata en nombre de Dios desde la Edad Media: ya no existe la Inquisición. Ahora son otros los que en otras partes queman libros y banderas. Las ideas se combaten con ideas; las palabras, con palabras, aunque a veces haya que elevarlas de tono. Responder a las ideas o a las palabras con balas es una solución indigna y detestable. Ejemplos tenemos sangrientos en este país de haber combatido las ideas armados de fusiles y bayonetas.

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