Las comparaciones pueden ser odiosas, mayormente cuando uno sale mal parado del cotejo. Pero también aconsejables, incluso necesarias, cuando al verse retratado en "ese otro" se pueden extraer lecciones a seguir. Portugal es hoy un buen ejemplo del que tomar nota. Sin complejo de inferioridad pero también evitando caer la vacua arrogancia, en el desprecio de una supuesta, ilusoria, supremacía.

En esta década el país vecino, con especial intensidad en sus territorios del norte, ha iniciado una senda de crecimiento y modernidad espectaculares. De transformación. Y lo ha hecho partiendo de las peores condiciones. En 2011 Portugal sufría una humillación histórica: la Unión Europea procedía a su rescate financiero con un préstamo de 78.000 millones para sacar a su economía del pozo. Como contrapartidas, el Gobierno luso tuvo que adoptar un gravosísimo programa de austeridad que dañó especialmente los bolsillos de los pensionistas y los funcionarios, elevó los impuestos, e impuso recortes draconianos para reducir el déficit que ahogaba sus finanzas. Pero Portugal no se limitó a tomar medidas defensivas o paliativas, sino que aprovechó una situación crítica para revolucionar una economía anacrónica, improductiva, estéril, condenada al fracaso, por otra en sintonía con los nuevos tiempos, moderna, reformadora, eficaz, inteligente. Portugal hizo de la necesidad virtud y construyó sobre el fracaso de la crisis el principio de una oportunidad. Su aventura, que se mueve a velocidad de crucero, está jalonada por el éxito.

Así lo acredita, entre otros muchos datos, el último Informe de Innovación Regional elaborado por la Comisión Europea. El estudio analiza 17 parámetros para valorar el grado de innovación y a partir de sus resultados construye un ranking. Pues bien, Bruselas sitúa a las regiones del norte de Portugal entre las 100 primeras del continente sobre un listado de 238 territorios pertenecientes a 23 estados miembros de la UE, de Noruega, Serbia y Suiza. Galicia estaría 90 puestos más atrás, en el furgón de cola. Lo peor de esta clasificación, siempre sujeta a algún tipo de arbitrariedad o debate político y económico sobre su ajuste a la realidad, no es tanto el resultado que ofrece la foto fija, sino la evolución experimentada en los últimos ocho años (fecha en la que se publicó el anterior informe).

Porque en este periodo, recuerden el tiempo del azote virulento de la crisis, el norte de Portugal creció 14 puntos en innovación y Galicia apenas 2,5. Ese esfuerzo competitivo y modernizador luso ha propinado a su región septentrional un notable salto de calidad: de ser un territorio moderado con tendencia al alza a considerarse hoy una región con fuerte innovación. Galicia, sin embargo, no ha aprovechado el tiempo con la misma intensidad: sigue siendo una región moderada con tendencia a la baja.

Aunque no debe servirnos de consuelo, habría que recordar que el resto de regiones españolas no obtienen unos resultados en absoluto brillantes: la mejor situada es País Vasco, en el puesto 132. Por detrás Cataluña, Navarra y Madrid. En la cola Ceuta, Melilla, Canaria y Castilla La Mancha.

La conclusión es que España, que no fue rescatada pero también recibió una inyección de 100.000 millones europeos, no ha hecho los deberes para construir un modelo económico sensiblemente diferente -alejado. por ejemplo, del ladrillo o del maná del turismo de sol y playa-; no ha promovido reformas institucionales o administrativas, ni cambios estructurales; no ha impulsado grandes consensos -políticos, económicos, sociales...- para sustituir los pilares sobre los que sostener el crecimiento y la prosperidad, para blindar el estado del bienestar. España no ha entendido la lección de la doble recesión. Y, por tanto, sigue expuesta a precipitarse en otra, y ya sabemos cuáles serían las consecuencias.

Embriagada por varios años de un PIB en positivo y con un índice de paro que se reduce aunque con tibieza, cada día que pasa nuestros gobernantes y dirigentes-del Estado pero también autonómicos y locales, de Universidades y centros de investigación financiados con fondos públicos- y los agentes económicos están desperdiciando una ocasión única para arremangarse y adoptar aquellas medidas que nos permitan adaptarnos a una economía del conocimiento, esa que hoy se juega en un tablero internacional, y que tiene ante sí enormes desafíos sociales -envejecimiento de la población, entre los más relevantes- y medioambientales

No se trata, en todo caso, de replicar de forma exacta el ejemplo portugués, pero sí de advertir aquellos aspectos que les están funcionando para implementarlos en nuestro territorio. Se trata, en definitiva, de entender que el trabajo que han hecho en el país vecino en su apuesta por la innovación como fuente de riqueza podría, incluso debería, servirnos como fuente de inspiración.

La primera lección que podemos extraer del manual portugués es tan sencilla como esta: para innovar más y mejor no se trata solo de invertir más dinero. Al menos no basta con eso. Inyectar más fondos públicos pero con los mismos criterios, idéntica cultura económica, similar marco legal-administrativo, parecida política institucional... sería una decisión equivocada y condenada al fiasco. En realidad, fomentar la innovación consiste en un proceso más barato al tiempo que más complejo. Porque trasciende lo monetario para situarse en el terreno de las mentalidades políticas, los cálculos partidistas, las concepciones empresariales, los cambios estructurales, las reformas públicas de calado. Innovar nos traslada a los conceptos de cambiar, reformar, desechar, avanzar, actualizar, repensar y también en simplificar. En definitiva, en cambiar las reglas del juego.

Portugal lo ha entendido al impulsar políticas adecuadas a los nuevos tiempos para crear un entorno de negocio propicio a la innovación, al emprendimiento y al riesgo empresarial. Ha reducido la burocracia hasta llegar al "papeleo cero"; actualizado su fiscalidad para premiar a quienes deciden poner su propio negocio en marcha, ofreciendo ayudas o simplemente reduciendo los impuestos; liberalizado servicios profesionales y eliminado su monopolio; modernizado, o sea adelgazado, el durante décadas intocable y napoleónico sector público; fomentado la competencia y con ello favorecido la competitividad; apostado por una economía del conocimiento, de la búsqueda del valor añadido...

Es cierto que, asfixiada por la presión de Bruselas para imponer reformas en su modelo económico, Portugal ha hecho virtud de la necesidad. Pero también lo es que sus gobernantes demostraron arrojo y coraje para implementarlas y no se limitaron a plantear un paripé de medidas cosméticas que no soliviantasen a sus vecinos. Lo hizo con determinación, sin estar aherrojada por el pánico a la reacción de sus votantes. Sus agentes económicos, políticos y sociales demostraron una madurez y una capacidad de consenso que hoy les está reportando notables frutos.

Porque, con todo el margen de mejora y progreso que tiene por delante, su apuesta por la modernidad ya es un éxito colectivo que crea riqueza, fomenta el empleo, atrae la inversión, proyecta la imagen del país, fortalece el orgullo y cohesiona la identidad de sus ciudadanos.

Aunque en nuestro territorio se han dado pasos en la buena dirección, estos han sido claramente insuficientes y descoordinados, generalmente impulsos individuales, efecto quizá de ese minifundismo, también mental, que en gran medida marca nuestra personalidad.

Galicia, y por extensión el conjunto del Estado, podría tomar nota del ejemplo portugués. Bien cerca lo tenemos. En realidad, sus logros deberían ser una invitación al optimismo. Porque si ellos han podido conseguirlo en tiempo récord, ¿por qué nosotros, con todas las fortalezas, virtudes y capacidad de trabajo y emprendimiento acreditadas que atesoramos, no vamos a poder?