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tRIBUNA LIBRE

Mosaico

La pintura de Fernando Lafuente es un juego de la revelación y, al tiempo, de la desaparición. Ante sus mosaicos, esas mutaciones y articulaciones infinitas de fragmentos, cromatismos y superficies, uno no puede dejar de pensar en la concepción de John Berger de la pintura: como una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo. "Posiblemente - escribe Berger- , sin la desaparición no existiría el impulso de pintar; pues entonces lo visible poseería la seguridad, (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad", La corporeidad de la pintura, el afán de permanencia que su anhelo expresivo precipita. No es mala definición, desde luego, para pensar en la creación de un pintor que, además, es arquitecto.

Estos paisajes estallados plantean una suerte de recuperación tanto de la herencia del arte concreto cuanto una reformulación en la estela del neo-geo que, entre otras cosas, supera aquél infamante tabú del ornamento que otro arquitecto, Adolf Loos, instauró como rígida disciplina de la ascética plástica y moderna. De hecho, se aprecia en estos mosaicos un placer de la mirada y la mano - que monta, pega, selecciona, repite: articula-. Un goce, diríamos, del bricolaje - en la estela que ya analizara Lévi-Strauss - que corroe - por aire, frescura y superación animada- toda mentalidad funcionalista y, en definitiva, todas las tentativas de reduccionismo y control biopolítico características de la espacialidad moderna o contemporánea que un arquitecto sin duda ha de conocer.

De manera que en estas estructuras sofisticadas, complejas: lúdicas, podemos comprobar la pulsión antropológica que hace que tengamos que recurrir a superficies cromáticas y de enorme complejidad formal para tratar de soportar la rasa e imperativa geometría fundamental que nos gobierna y, en el fondo, esclaviza. Diríamos que estos arabescos, estos espacios de infinita proliferación visual, tonal y diferencial - por lo inframínimo-, donde se aprecia una preocupación ya no sólo por lo geométrico sino incluso por lo que podemos llamar "arquitectura del cuadro", abren, a fin de cuentas, un espacio meditativo-simbólico que tiene que ver en esencia con ritmos y musicalidades, con sutiles variaciones y repeticiones, con temas y contrapuntos. Con danzas cromáticas, en definitiva, capaces de crear un clima emocional, una poética o un paisaje, velado y camuflado, pero trenzado y sugerido también, que se configura finalmente como aquello que Stendhal, y tras él Adorno, cifraron como belleza: una promesa de felicidad.

* Catedrático de Estética. Universidad de Vigo.

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