Por si quedasen dudas sobre sus preferencias, los españoles han vuelto a teñir de rojo el mapa político, aunque tampoco hay que exagerar. Se trata más bien del rosa socialdemócrata con el que el PSOE de Sánchez le ha sacado otra vez los colores -mayormente, el azul; pero también el verde y el naranja- a la derecha que hace apenas un mes sufrió el más estrepitoso batacazo de su reciente historia. Historia parece ser ya a estas alturas el liderazgo de Pablo Casado, que ni centrándose ni extremándose ha conseguido dejar de ser en las urnas el increíble político menguante.

A la mayoría relativa de las generales, los socialistas suman ahora un éxito mucho más holgado en las europeas y, de postre, un montón de nuevas alcaldías, por más que entre ellas no figuren las de las dos principales ciudades del país. También en la Liga 123 de las autonomías, que se jugaba este domingo, los votantes dieron al resucitado partido de Sánchez grandes alegrías en el marcador. Ahora que la socialdemocracia está muriendo de éxito en casi toda Europa, el PSOE es, junto al caso del PS de Portugal, toda una curiosa anomalía. Habrá que estar atentos a la excepción ibérica.

Nace de este modo una España políticamente monocolor que bien podría haber roto con los equilibrios territoriales de anteriores elecciones. Hasta ahora solía darse un cierto contrapeso entre el poder de la derecha en las Cortes (sobre todo, en el Senado) y el control que la izquierda ejercía ya sobre los grandes y no tan grandes municipios del país. Pero eso ya es pasado.

En menos de un mes, dos consultas electorales han desarbolado por completo las naves del Partido Popular así en el Congreso como en los consistorios; y lo notable es que ese naufragio no proporcionó mucha más madera ni combustible a sus dos contrincantes de la banda de estribor. Los resultados electorales de la derecha evocan la definición que Winston Churchill hizo en su día del comunismo: son, básicamente, el reparto equitativo de la miseria en términos de voto.

Los conservadores, que dominan en los países fuertes de Europa, parecen abocados a refundarse en la España donde hace apenas ocho años lograron una contundente mayoría absoluta con Rajoy.

Ahora mismo recuerdan a las dispersas huestes que concurrían a las elecciones en los primeros años de la democracia, divididas en liberales, democristianos, exfranquistas, reformistas y todo por ese palo. Fraga consiguió reunirlas bajo su batuta en un solo partido, que décadas después sufre el proceso inverso. Del tronco del PP nació el brote algo extravagante de Vox, que ha venido a sumarse a Ciudadanos en la estantería de ofertas de la derecha. La clientela votante parece haber castigado la división, como es habitual en estos casos; y el reparto de escaños del señor D'Hondt les ha dado la puntilla.

La nueva España monocolor (rosa tirando a rojo) contrasta, como casi siempre, con una Europa de colorines en la que hay un poco de todo. Conservadores de tinte más o menos liberal mantienen en el continente el bipartidismo con los socialdemócratas; pero estas elecciones han dejado también una colorida macedonia de partidos antieuropeístas. Entre los británicos del Brexit que han votado a título póstumo, los italianos de Salvini y el triunfo de la inquietante Marine Le Pen en Francia, la suma de nacionalismos y populismos equivale ya a un sustancial porcentaje de la Eurocámara. Europa tendrá que hacérselo mirar antes de que los partidarios de la destrucción de la UE se pongan en situación de dinamitarla desde dentro.

No parece que, por fortuna, vaya a ser ese el caso de España. Los extremos que delimitan las dos bandas del espectro político -Unidas Podemos y Vox- han obtenido resultados más bien pobres. El partido unipersonal de Pablo Iglesias va devolviendo poco a poco los electores que le había tomado prestados al PSOE y, en consecuencia, pierde fuelle en los municipios. Y lo de Vox no alcanza siquiera, al menos de momento, la categoría de anécdota electoral, aun contando con su módica entrada en el Parlamento Europeo. Se conoce que el número de indignados baja a medida que llega el verano, con su calor y sus chiringuitos.

Diferente una vez más, como sostenía el eslogan turístico de los años sesenta, España sale de las urnas de ayer y de las del 28 de abril como un país monocolor dentro de una colorida Europa. Y, aun así, Sánchez se las va a ver negras para formar el gobierno de un solo color socialdemócrata al que aspira. No por mucho votar amanece más temprano el poder.