De un tiempo a esta parte parece abrirse camino el pudoroso hábito de recurrir a "este país" cuando se habla de España, incluso cuando se alude a Galicia o a otra comunidad. En él atisban el burladero de lo políticamente correcto ¡No vaya a ser! Quien acude al recurso, o ignora la historia o reprueba su origen; o las dos cosas a la vez, que todo es posible. Permítanme en todo caso que no atribuya esta licencia, como es habitual, a la tardía oposición a la inercia del franquismo. Difícil perdurar tan largo tiempo; ni siquiera habría trascendido la voluntad de quienes asientan sus vidas sobre tan difíciles momentos. Y es que los surcos de nuestro legado portean al unísono grandes heroicidades junto a notables ingratitudes, y ninguna mayor que abjurar o maldecir, siquiera ocultar, la tierra que nos dio o nos da la vida. O lo que es más reprobable, apostatar de quienes nos han precedido, pues, en cuanto legatarios de sus vidas, no somos más que parte de una misma historia.

Por ello decía Séneca que debemos amar la patria no porque sea grande, sino porque es la nuestra. Y si los tiempos hubieran permitido a este cordobés contemplar las gestas de quienes tomaron su relevo incluso habría depuesto más notable parecer. Y es que muchas son las pruebas de humanidad, heroicidad y buen juicio de las gentes de esta tierra. Unas ensalzadas, pero muchas otras olvidadas. Quiero traer al recuerdo uno de esos episodios que debieran también conmover nuestras consciencias.

Corría el año 1538 cuando los continuos saqueos y pillajes de los otomanos sobre los pueblos mediterráneos, principalmente sobre las gentes de España y de lo que hoy es Italia, llevan a Carlos V a promover la "Santa Liga". Une así a la causa a la República de Venecia, el Papado y el Archiduque de Austria. Este, aterrado al ver cómo los turcos invadían su país y se adentraban en Viena. En uno de los enfrentamientos que se suceden los Tercios hispanos logran conquistar la fortaleza de Castelnuovo, punto estratégico en lo que hoy es Montenegro. Y allí quedan 3.000 "paisanos nuestros" al mando de Francisco Sarmiento, en defensa de una Europa amenazada por el poderoso turco Suleiman y en espera de una ayuda que, pese a importancia de la plaza, jamás les llegaría. Sí lo hizo, como era de esperar, la escuadra otomana con sus 20.000 tripulantes y un ejército de 30.000 soldados de a pie comandados por el escudero Barbarroja. El asedio fue de una enorme crueldad.

Su relato certifica que más de 20.000 turcos perdieron la vida a mano de una reducida tropa española, que no tenía más aspiración que cumplir con el alto deber de defender con sus vidas a las gentes de su tierra. El nuestro ha de ser, al menos, honrar su memoria.

Y es que somos un pueblo proclive a denostar lo propio y a ensalzar lo ajeno, sin alcanzar a valorar lo verdaderamente aportado a lo largo de los tiempos. Desde compartir con las tierras americanas la vasta cultura grecorromana hasta salvar a millones de personas con la Expedición Balmis de 1803.

Aquella en la que 22 niños huérfanos gallegos cuidados por la gran Isabel Zendal portaron en su piel y hacia el Nuevo Mundo la vacuna contra la viruela recién descubierta. Una gesta humanitaria tan asombrosa como ignorada y de la que no encontraremos ejemplos en esos pueblos que algunos tanto admiran y a los que aspiran a asimilarnos.

Por ello, no seré yo quien se ruborice o avergüence al hablar de España o de Galicia, como le ocurre a Pablo Iglesias o a quienes con él comparten causa, porque además, y como decía Cánovas del Castillo, con la patria, como con los padres, se está con razón o sin ella.