A estas horas, y ya con cierta perspectiva, no parece discutible afirmar que el 8-M ha sido un éxito para quienes organizaron lo que alguien llamó "revuelta feminista". Porque lo fue, aunque es probable que no en el sentido que la parte más radical había deseado. En las calles hubo una considerable protesta, pero no tanto contra el sistema cuanto en la denuncia de uno de sus peores efectos: la desigualdad entre hombres y mujeres a la hora de la práctica de sus derechos, de las posibilidades y, en general, del acceso a la plenitud en la hora de realizarse como personas.

Todo ello es cierto. Esa desigualdad existe todavía, e incluso podría incluir una larga serie de situaciones que, desde un punto de vista particular, se ha pretendido resumir. Y tras recordar que la democracia no puede completarse sin una igualdad plena, parece útil insistir en que falta aún mucho para lograr la de género aunque acaso se haya avanzado más para acercarse a ella en los últimos cuarenta años que en acortar distancias en otros aspectos, desde el cultural, el laboral, el político y, en general, en aquel antiguo concepto que se describe todavía como "clases sociales".

En todo caso, esta evidencia -lo es en opinión de quien escribe- no tiene ni debe suponer un argumento que debilite las razones de la protesta y le reste motivos a la exigencia de igualdad real entre los ciudadanos y las ciudadanas. Lo único que podría significar el dato sería la necesidad de una reflexión lo más sosegada y profunda posible acerca de las razones por las que, con independencia de su velocidad, las reformas igualitarias entre los elementos componentes de una sociedad democrática no se han completado todavía; y en especial las de género, denota que no tiene explicación seria y -por supuesto- ninguna justificación.

Las respuestas, como las que exige cualquier asunto en teoría sencillo de resolver, pero en la práctica complicado por mil factores, no son fáciles ni tampoco asumibles por todos. De forma concreta porque tienen un fundamento político: quienes han de completar -y, por tanto, mejorar- el sistema democrático son las instituciones que le dan vida, básicamente los partidos y el Parlamento. Y ni unos ni otro han dinamizado cuanto es necesario, ni orientado los resortes sociales imprescindibles para conseguir el objetivo final. Es cierto que se ha legislado mucho y en la buena dirección, pero ha faltado capacidad de aplicación de las normas.

El 8-M ha cumplido su parte por segundo año consecutivo, con una "revuelta" -más conceptual que fáctica- que consistió en llevar a la calle a muchas decenas de miles de mujeres y también hombres. Pero -y siempre desde la propia opinión- queda algo que corregir: un exceso de radicalidad en algunos sectores que, si se puede entender desde el hecho de la desigualdad, en modo alguno se debe asumir que la denuncia se partidice en exclusiva y que también en eso divida a esta sociedad en malos y buenos, machistas y feministas, izquierdas y derechas, casi sin margen para la ponderación. Y, por lo visto y oído -sobre todo en el Manifiesto de convocatoria- con un rechazo explícito a sosegar el debate y a la búsqueda de acuerdos para acelerar las soluciones a un problema que nadie sensato niega y mucho menos se resiste a resolver. Por eso los maniqueos deberían apartarse, porque lo único que hacen es complicarlo todo.

¿O no...?