El tiempo, un caudal de experiencia, aprendizaje y olvido, también es la recopilación de muchos adioses. Las pérdidas son muy fieles, acompañan toda la vida. Cada despedida, alguna especialmente, causa estragos. Esas cicatrices que están ahí aunque no se aprecien nos condenan a surcarlas a diario. Así lo describía Idea Vilariño en un poema: "Y me digo, rendida, sin voz, pausadamente, / que la lluvia cayendo hace un ruido de gente / cayendo sobre el mundo a lo ancho de los siglos / acompasadamente". Después de tripular al cuarteto por una suite de 45 minutos, atravesando compases heterogéneos y cambiantes como el mar abierto, como la vida, Ron Carter (Michigan, EE UU, 1937) reposó el contrabajo sobre el hombro izquierdo y arrancó el micrófono de su soporte, con dificultad. Una voz grave, en bajito, mentó solemnemente a todas esas personas "who have left the concert" -que han abandonado el concierto-, que ya no están. Para la memoria de los ausentes, el grupo interpretó con turbadora belleza la balada My funny Valentine.

A sus 81 años, tras seis décadas de carrera, la lista de músicos con los que se ha relacionado bastaría para llenar esta página: Miles Davis -formó parte de uno de los grandes quintetos del genial trompetista, entre 1963 y 1968-, Bill Evans, Chick Corea, BB King, McCoy Tyner, Gerry Mulligan, Dexter Gordon, Chet Baker, Thelonious Monk, Milt Jackson, Stan Getz, Coleman Hawkins o Freddie Hubbard son solo algunos de los artistas principales. Tras un nombre rutilante hay otros muchos intérpretes de contribución imprescindible, cuya ausencia detendría conciertos. El propio Ron Carter, uno de los últimos testigos que nos quedan de la era dorada, nutrió con su magisterio más álbumes que ningún otro contrabajista en el mundo del jazz. Se le atribuyen más de 2.500 grabaciones.

El Teatro Principal de Ourense estaba lleno el sábado por la noche. Solo alguna tos contagiosa rasgó a veces la atmósfera general del público, recogido con la música, muy entregado al saber hacer del cuarteto Foursight. Carter, la pianista Renee Rosnes, Jimmy Green (saxo tenor) y Payton Crosley (batería) entraron y dejaron el escenario con la misma rutina: saludando en fila con una reverencia de gratitud. Llevaban trajes elegantes, sin una arruga, como al inicio de una fiesta en la mansión de El gran Gatsby . Al final, Ourense correspondió en pie.

En otra breve alocución en la última parte del concierto, Carter agradeció a los presentes por llenar el teatro, y subrayó la importancia de que el público valore una música como el jazz, que exige, pero da recompensas inigualables. Quita el polvo de la vida cotidiana, consideraba Art Blakey. Carter celebró que los ourensanos acudieran "hoy" y los animó a regresar cualquier otra vez, "mañana".

En 100 minutos de concierto el contrabajista, básicamente, resumió la vida. Corrigió al hábil saxofonista cuando intentaba entrar unos compases antes de lo que debía, sincronizó el ritmo con el batería de una sola mirada, subrayaba o acentuaba los pasajes de la pianista, que esculpía la melodía con sus arpegios. Corrió y desaceleró. Asintió, sonrió, cabeceó y, en un segundo, se abstrajo, serio. Cuando cierra los ojos y pronuncia los tonos que está rastreando en el mástil del contrabajo, es que el trabajo está siendo perfecto.

No se permite la complacencia, no lo hace. Cada viaje de sus dedos larguísimos, centellantes, arriba y abajo, es certero y tiene un porqué. El repertorio puede repetirse durante años pero cada pulso de la canción importa aquí y ahora, en este momento solamente. Dijo Ornette Coleman, gran exponente del free-jazz, que el género es la única música en la que una nota puede sonar una noche tras otra, pero siempre diferente.

Fue una actuación para quedarse a vivir, y eso que el viaje a Ourense resultó un poco accidentado. La compañía aérea había extraviado al parecer el instrumento del artista. Tocó de prestado, pero el doble bajo no sonó a una propiedad de otro. Su contrabajo acabó apareciendo en otro vuelo, dicen las mismas fuentes. El cuarteto hizo noche en Ourense y se marchó el domingo por la tarde en un tren con destino a Madrid. El grupo actuaba ayer en la sala Clamores.

La vejez no es una batalla sino que es una masacre, lamenta un Philip Roth pesimista en la novela Elegía. En el escenario, si Carter mira a sus espaldas identifica a una plétora de artistas y allegados que ya han partido. El paso de los años es una guerra que inevitablemente vamos a perder. Es más vulnerable cuando no está tocando: se distinguían lágrimas pidiendo paso en sus ojos, y no sé si el contrabajista llegó a pensar por un rato como Miguel Delibes en Señora de rojo sobre fondo gris: " Cuando alguien se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos comparados con los muertos resultamos insoportablemente banales".

El músico de jazz siguió su viaje a otro lugar, con su visión sobre la pérdida y la vida, con su aura legendaria de mito presente, tras su tercer concierto en la ciudad. Se fue, y es una lástima, sin llegar a observarse en el espejo ante el magnífico mural que otro artista, Mon Devane, creó en una pared del espacio cultural El Cercano. La pintura, que ahí queda, inmortaliza precisamente el gesto de Ron Carter que resume todo y se abre a interpretaciones distintas: los ojos cerrados, ¿agitados o dormidos?, una mueca de placer o de dolor, el retrato de un regreso o de una despedida. Si el tiempo lo permite, no abandone el concierto, Mr. Carter.