Parece que este mes, a mucho tardar, va a cambiar de sitio el cuerpo embalsamado de Franco que desde hace 43 años tiene su residencia mortuoria en el Valle de los Caídos. No es que el dictador vaya a levantarse de su tumba, desde luego. Simplemente, el Gobierno ejecutará una decisión de traslado que aprobó hace algo más de un año el Congreso. Tranquilo todo el mundo.

El monumento que el propio general mandó construir para celebrar su victoria sobre la otra media España seguirá donde está, por supuesto. La idea consiste, al parecer, en que se retiren de allí los restos del titulado Caudillo, por más que lo que acaso debiera preocupar es la persistencia de los restos vivos del franquismo. Habrá polémica, como suele ocurrir en estos casos; pero lo normal es que todo se olvide enseguida con los calores de agosto. La playa y los cementerios no casan gran cosa.

El caso de Franco llama más la atención ahora, pero lo cierto es que aquí somos muy dados desde siempre a andar moviendo a los muertos. Camilo José Cela, que era de Iria Flavia, solía quejarse con sorna por la costumbre que tienen en Santiago de robarles sus cadáveres ilustres a los de Padrón. Se refería, como es natural, a los restos del Apóstol y de Rosalía Castro, aunque bien pudiera haber algún trasiego más de difuntos en esa ruta jacobea.

Hay más ejemplos. Siglos atrás, la hija de los Reyes Católicos, Juana la Loca, había hecho ya honor a su apodo al desenterrar el cadáver de su marido, Felipe el Hermoso, y sacarlo a pasear en procesión nocturna por tierras de Castilla.

Algo parecido ocurrió ahí al lado, en Portugal, donde la gallega Inés de Castro fue convertida en Reina Cadáver por su desconsolado esposo Pedro I, que exhumó su cuerpo, lo sentó en un trono e hizo coronar a su amada a título póstumo. Todo ello suponiendo, claro está, que la leyenda y la realidad no se mezclen en este caso más de lo que conviene a la exactitud histórica.

La devoción por las tumbas es un rasgo muy típico de España, país en el que se entierra divinamente a los muertos después de haberlos puesto a parir en vida. Morirse es por estas tierras la condición previa y necesaria para que hablen bien de uno. Cierto es que aquí no practicamos un culto a la Parca similar al de México, que incluso tiene su propia Virgen de la Santa Muerte; pero difícilmente se podrá negar la afición española a remover las osamentas.

Lo bueno de todo esto es que los finados, en general, no se quejan. A lo sumo, es cosa de negociar con sus familiares o descendientes, si los hubiere, para que este tráfico funerario discurra sin problemas.

Poco ha de importarle a quien se hizo nombrar general superlativo -o generalísimo- el que ahora le quiten de encima la pesada losa bajo la que yace en el lúgubre paraje de Cuelgamuros. Igual ni se entera, dado que la inconsciencia es una de las muy escasas ventajas que ofrece la condición de muerto.

En realidad, el Duce español dejó de existir desde el momento en que España volvió a gobernarse bajo los principios liberales y democráticos -vale decir: republicanos- contra los que el dictador se alzó en armas. La guerra que ganó en las trincheras la acabaría perdiendo en el más importante terreno de las ideas, según le había vaticinado Unamuno al afirmar aquello de "Venceréis, pero no convenceréis". Lo de ahora es un mero cambio de domicilio en el negociado de los panteones.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com