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José Manuel Ponte

Deuda española con México

Entre las muchas excentricidades que el señor Trump ha hecho desde su toma de posesión como presidente de los Estados Unidos, hay una que agrede dolorosamente la sensibilidad de la ciudadanía española. O al menos de una parte importante de ella. Me refiero a esa iniciativa de levantar un muro de unos tres mil kilómetros de longitud en la frontera con México y hacerle pagar el coste de la obra al Gobierno mexicano mediante una sustanciosa elevación de los aranceles comerciales. La efectividad de ese proyecto está por ver ya que pese a la superioridad que los republicanos tienen en las cámaras se han levantado muchas voces en contra de un disparate que solo puede traer perjuicios para los dos países. Pero lo peor de todo, al margen de las consecuencias económicas, es el trasfondo racista y neocolonial que descubre el nuevo presidente norteamericano, que ya durante la campaña electoral calificó a los mexicanos de traficantes de drogas y de violadores y les acusó de robar empleos a los trabajadores estadounidenses.

"No quiero nada con México -dijo en una ocasión- solo construir un muro lo más alto posible para que dejen de estafarnos". La sucesión de ofensas, culminada con la orden ejecutiva de iniciar las obras del muro, provocó indignación entre la población mexicana y el presidente Peña Nieto tuvo que cancelar su anunciado viaje a Estados unidos para entrevistarse con Trump. Una ola de indignación que se extendió rápidamente por toda la comunidad cultural hispano parlante que sintió como propio el agravio. Y más aún después de que el idioma castellano desapareciese de los sistemas de comunicación de la Casa Blanca so pretexto de una limpieza técnica. Se oyeron gruesos calificativos ("Soez agresor", "imperialista", "bufón") pero el filósofo sevillano Emilio Lledó los resumió perfectamente a todos. "Es un ataque inconcebible, una bestialidad furiosa. Este hombre no necesita ni la doble moral de las palabras; es brutal y ya está". En contraste con ese contundente juicio de valor, la reacción del gobierno español fue mucho más matizada, por no decir cobardona. Don Mariano Rajoy apeló a "la sensatez, la cordura y el sentido común" que es algo así como la Santísima Trinidad de sus devociones políticas, y abogó por unas buenas relaciones entre dos países vecinos con los que mantenemos estrechísimas relaciones. Un deseo al que le puso un lazo de regalo el ministro Méndez Vigo al manifestar que "los mexicanos saben que cuentan siempre con el cariño sincero del pueblo español", que parece la letra de uno de aquellos boleros que tan bien cantaba Pedro Vargas.

Lo cierto es que se trata de un acto de solidaridad muy escaso para con un país como México con el que además de una comunidad de sangre, de lengua y de historia tenemos una deuda de gratitud por el acogimiento que hizo de miles de compatriotas de toda clase y condición que buscaron allí refugio durante y después de la Guerra Civil. Lo más granado de la intelectualidad española (Ayala, Zambrano, Buñuel, Max Aub, Cernuda, León Felipe, etc.) encontró allí el "regazo cariñoso y hospitalario" que les proporcionó el presidente Lázaro Cárdenas. Y allí también tuvo su sede el Gobierno de la República en el exilio hasta su traslado a París en 1946.

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