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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

El arte de hacer la maleta

Planeo un pequeño viaje y me enfrento a unas de las tareas para las que estoy menos dotado: hacer la maleta. Meter en una maleta la vestimenta que uno piensa usar durante unos pocos días, con un cierto orden y sin peligro de que se arrugue la ropa, es un arte que está al alcance de muy pocos. Al menos para los varones de mi generación, que tuvimos una educación desdichada respecto de elementales tareas domésticas como planchar, cocinar, coser y, por supuesto, hacer la maleta. A la mayoría de nosotros nos hacían la maleta y cuando tuvimos que enfrentarnos solos a ese ejercicio siendo estudiantes el resultado fue lamentable.

La maleta de vuelta a casa del estudiantado universitario solía ser un revoltijo de ropa más o menos sucia que había que trasladar con tanta prisa como vergüenza camino de la lavadora. Como quien se libra de la evidencia de un delito. Porque era costumbre, en aquel tiempo de pensiones heladoras y baños inhóspitos, estrenar varias veces la ropa limpia dándole la oportunidad de reaparecer por riguroso turno de rotación. Los lavados y planchados eran caros, y había que destinar el presupuesto a otras ocupaciones más placenteras que ir requetelimpio a clase o a jugar la partida en el café. Claro que en esto, como en todo, hay excepciones. Yo admiro, no sin envidia, a lo varones que saben hacer la maleta más adecuada a sus necesidades. Con la ropa justa y bien combinada para cada ocasión y sin caer en la tentación del por si acaso, como si en vez de una maleta de viaje trasladásemos una sucursal del armario. Además en caso de emergencia hay tintorerías rápidas y prèt á porter barato en todas partes. Los tiempos de las maletas enormes y sin ruedas han pasado definitivamente a la historia. Y la de los baúles en los que cabía una persona, ya solo están en la literatura. Todos tenemos memoria de aquel donde el viejo pirata Billy Bones guardaba el mapa del tesoro del capitán Flint en la posada del Almirante Benbow, según nos lo cuenta Robert Louis Stevenson en su famosa novela. Un baúl que contenía, además, un par de pistolas, un viejo reloj español, un lingote de plata, una bolsa con monedas de oro, y un traje sin estrenar cuidadosamente doblado y cepillado. Y con las enormes maletas y baúles han desaparecido también los maleteros que los transportaban al hombro o ayudándose con un carretilla de mano. Yo recuerdo, en las paradas del desaparecido Castromil, a unas mujeres forzudas que ejercían ese oficio y competían con los hombres en cargar los bultos más pesados. Llevaban una chapa de identificación para garantizar a los usuarios que entregaban sus pertenencias a gente de toda confianza.

Al margen de todo eso, la maleta es de los objetos más usados en la literatura, el teatro y en el cine para reforzar una trama de intriga o una comedia. En El turista accidental era la compañera inseparable de un hombre que se dedicaba a escribir sobre viajes. Y en La Chica de la maleta con Claudia Cardinale, el refugio de las escasas pertenencias de una bella joven seducida y abandonada por un chuleta con dinero. La lista de maletas cinematográficas es larga.

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