Más que probablemente -por capacidad y experiencia- tenía razón el señor presidente de la Audiencia Nacional cuando explicó en este periódico que el endurecimiento de las penas contra los autores de incendios forestales no resolvería el problema. De hecho, son muchos los casos en los que por más que los castigos vayan creciendo en extensión, los delitos que los provocan no disminuyen; y es un lugar común que ni la pena de muerte evita la comisión de crímenes espantosos.

La cuestión retoma actualidad ahora en que, pasado el verano, llegaron las lluvias, hizo balance el delegado del Gobierno y no se acallan polémicas y debates sobre cómo enfocar el problema. Y existe ya una apreciable coincidencia en que haría más falta una aplicación distinta de la ley vigente que la elaboración de otra de mayor dureza. Algunos creen que considerar a los pirómanos como autores de un delito continuado por la extensión temporal de los daños sería más ajustado, pero esa en todo caso es discusión para especialistas.

Lo que sí parece fuera de duda, y seguramente eso es lo que movió a la conselleira de Medio Rural en los peores días del verano a pedir penas más duras, es la sensación de casi impunidad -y muchas veces sobraría el casi- que a gran parte de la población gallega le invade cuando contempla cómo una y otra vez los incendiarios son detenidos -50 este año, según el delegado- y después, en libertad provisional, duermen en su casa.

Muy pocos dudan aquí de que quien tal decide lo hace de forma legal, pero eso es algo que a pesar de las medidas cautelares, suena a poco, especialmente entre quienes han sufrido directamente los daños y/o han arriesgado sus propias vidas para combatir el fuego. Y eso, como admitirá el señor magistrado Navarro, no es fácil que lo entienda una sociedad duramente castigada cada año por tan graves problemas y tan pocas -conviene insistir- y leves soluciones.

Por eso aquellas declaraciones, sensatas -como lo eran también las quejas del presidente Feijóo criticadas por algunos jueces y fiscales- merecen más comentario. Porque ahora en que remite -también como cada año- la polémica, es el momento de que todos, poder judicial, cuerpos de seguridad, propietarios públicos y privados de los montes, sindicatos y, por supuesto, la autoridad política democrática -y su oposición- pongan manos a la obra primero de pensar, luego de debatir y finalmente de trazar una estrategia común que a largo plazo, y para que no se cambie con cada gobierno, aborde de frente la cuestión y la resuelva hasta donde se pueda. Dicho de otro modo, es la hora de un Pacto por el Monte.

¿O no...?