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Ilustres

La sinceridad, instrucciones de uso

Parodiando el título de una de las grandes novelas de Georges Perec uno, sin más talento, al hablar de la sinceridad cae de inmediato en una conversación de tasca que es un lugar mucho más propicio para la confidencia que una pulcra cafetería en la que acostumbra a amargarte la paz una música estridente, media docena de pantallas de televisión, un pulcro camarero que pregunta "¿qué va a tomar el señor?" (hay que ser muy templado para que te llamen señor y no pedir de inmediato la hoja de reclamaciones) y algunos tipos trajeados con pinta de estar tramando algo ilícito. Y ese uno que envejece, ante la asepsia de profesionales uniformados, echa en falta al reconcentrado tabernero de antaño, que te servía sin miramientos la pitarra, llevaba un lápiz anidado en la oreja y hacía sobre el mármol del velador la cuenta que a continuación borraba con la bayeta y un escupitajo, como Dios manda. Y entre la fauna que puede encontrarse no sólo en las tascas y en las cafeterías sino en cualquier lugar, oficinas, ascensores, gimnasios, peluquerías, uno de los ejemplares que más quebraderos de cabeza me ha causado es aquel que empieza una frase con una demoledora advertencia del tipo "te voy a ser sincero" o "a mí me gusta ser sincero". Sé que después de esa declaración de principios nada bueno puede esperarse y la catástrofe está servida porque hay gente que considera que la sinceridad es una virtud; pero la sinceridad ejercida a tenazón, sin que se la reclame, no es más que mala educación, descortesía o ganas de joder.

Los sinceros, los sinceros profesionales que no son sino cotillas disfrazados, acostumbran a bañarse en sinceridad, a destiempo y sin que tú se lo pidas, en torno a asuntos que o bien no te interesan o que bien ya conoces. Son esos que te dicen "sé que voy a hacerte daño pero a mí me gusta ser sincero: tu mujer se acuesta con un repartidor de pizzas": mal sabe el sincero que ya hace meses que descubriste a tu mujer con un tipo en la cama a cuyos pies se desmadeja un uniforme de color rojo y la habitación huele a pasta. Ya establecisteis tanta complicidad entre ambos que el muchacho siempre acude a tu domicilio con una cuatro estaciones "para que te entretengas mientras follamos".

"Gracias, chaval, qué majo eres". Incluso empiezas a apreciarlo. Hay momentos en los que la sinceridad exige una patada en los huevos en justa correspondencia. El sincero es un predicador apocalíptico, un pájaro de mal agüero, un tocapelotas profesional. No ejerce la sinceridad como método de higiene protocolaria o de función social sino como un correveidile miserable; ése desgraciado que te dice "con sinceridad, te noto más gordo" cuando ya hace meses que tú lo detectaste y tuviste que renovar tu vestuario porque en el viejo no cabías. "Sí, lo sé", comentas. Y el sincero tiene la desfachatez de añadir: "Creí que no te habías dado cuenta", con lo que, además de gordo, te está llamando imbécil.

Yo tiemblo cuando alguien incurre en un preliminar del tipo "a mí me gusta llamarle a las cosas por su nombre" o "al pan pan y al vino vino". Porque además son falsos: ejercitan la sinceridad con quienes son mansos o débiles. El sincero que pretenda llevar a extremos ecuánimes (si cabe ecuanimidad en los extremos) su desafortunada virtud, jamás detendría en la calle a un adefesio de dos metros y diez centímetros para decirle "Oiga, le voy a ser sincero pero es usted más feo que pegarle a un padre" porque sabe que el gigante lo mataría de un guantazo. A ver si el sincero se atrevería a advertirle a Mike Tyson de que es un espantajo: ¡no hay huevos! No suelen ser sinceros sino retorcidos (o ambas cosas a la vez).

Uno puede entrar en una galería, mirar con detenimiento una exposición y horrorizarse ante la inexistente calidad de los cuadros; lo que no debe es buscar al pintor, acercársele y decirle "vaya mierda de cuadros, cabrón" a no ser que el autor le pregunte directamente al espectador qué le parecen los cuadros; ahí sí que es necesaria la sinceridad pero promulgada de una forma educada, ya saben, algo como "no es el estilo que más me gusta" o "no están mal aunque mi opinión vale de poco porque me gusta el arte pero no entiendo mucho", en fin, caer en rutinas convencionales que para eso están, para que la convivencia entre los habitantes de un edificio, de un barrio o de una ciudad no se dinamite por un exceso de sinceridad que no es sino una forma de mala educación. De los sinceros, como de los abstemios, nos guarde Dios.

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