Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Legisla, que algo queda

Fue el fiscal alemán Von Kirchmann quien, en un discurso pronunciado en Berlín en 1847, dijo que "tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura"; se refería, claro está, a las bibliotecas jurídicas. Es decir, que una simple página del BOE es capaz de dar al traste con estanterías y estanterías de ciencia jurídica, si es que el Derecho es, en verdad, una ciencia.

Si con tan poco se convulsiona tanto, imagínense lo que ocurre cuando al legislador se le va la mano en un alborotado y desaforado fin de fiesta de legislatura como el que hemos vivido; entonces lo que tenemos es un tsunami con capacidad para hacer añicos hasta una biblioteca de dimensiones alejandrinas.

Desde hace tiempo, diría que desde Carl Schmitt, se habla de un proceso de "motorización legislativa". Y, entre nosotros, García de Enterría se refería en el título de un opúsculo suyo a este nuestro "mundo de leyes desbocadas".

Lejos están los tiempos del legislador pausado y sereno, consciente de que sus dictados rigen millones de vidas humanas, leyes elaboradas con templanza artesanal y palabras meditadas, que expresan la quintaesencia del saber jurídico de siglos, que es garantía de perdurabilidad. Ahora, sin embargo, la legislación es de producción y dimensiones industriales, y la acción del legislador, agitada, con frecuencia interina, de revisión constante, de vida y vuelo cortos, nacida en no pocas ocasiones con la urgencia de una entrada en vigor inmediata o con una vacatio legis brevísima.

Tantas son las reformas legales y tan próximas están a veces unas de otras, que se atropellan. Y ese "atropellarse efímeras las leyes" es, según diagnosticó en verso Leandro Fernández de Moratín, uno de los síntomas propios de la decadencia. El colmo de este desafuero se dio con la Ley del Jurado, que fue modificada dos veces ¡antes de entrar en vigor!

Siempre fue seña de identidad de las leyes su estabilidad y fijeza, que es justamente de lo que ahora carecen. Es cierto que los tiempos han cambiado y probablemente toda esta agitación reformadora de normas venga impuesta por lo que parece ser signo de estos tiempos de mudanza veloz de las cosas. Pero quizá por eso mismo, el legislador, por la índole de su labor, deba poner mesura y calma allí donde impera el alboroto de las prisas. Locke había pedido al legislador, llamado a dispensar justicia, que decidiera sobre los derechos de los ciudadanos mediante leyes duraderas. También Montesquieu fue contrario al cambio de las leyes si no había razón suficiente. Sin embargo, hoy vivimos con la sensación de un ordenamiento jurídico en estado de permanente restauración; solo un ejemplo, la Ley de Enjuiciamiento Civil en quince años de vigencia ha sido modificada ¡cuarenta veces!

Las consecuencias de esta inflación legislativa y esta prodigalidad reformadora han sido repetidamente señaladas: inseguridad jurídica, aparición de antinomias y deterioro de la técnica legislativa, más acusado si a la profusión legiferante se suman, como frecuentemente ocurre, las prisas y la respuesta compulsiva y en caliente del legislador, lo que conduce no pocas veces a contradicciones, omisiones y redacción confusa de normas,

Sería interesante indagar -si no se ha hecho ya- acerca del grado de litigiosidad que sea consecuencia de la espesura laberíntica de las normas y de la defectuosa técnica legislativa; es decir, en qué medida la deficiente calidad del material legislativo puesto en manos de los aplicadores del Derecho es caldo de cultivo y fuente de litigios.

Otro de los estragos de nuestro legislador, especialmente grave por lo que tiene de frustrante, consiste en la puesta en circulación de la ley desnuda que nace al mundo sin el abrigo y apoyo de los medios e instrumentos precisos para su puesta en práctica y fructífera aplicación. Hay ejemplos recientes; la Asamblea de la comunidad madrileña, por ejemplo, pide al Ministerio medios para la aplicación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Por su parte, las asociaciones de jueces y fiscales protestan también por la carencia de medios para la aplicación de la nueva ley. Y es que el gobierno es sumamente proclive a exhibir un escaparate de lucimiento, cuando en la trastienda carece de las provisiones necesarias para dar respuesta a los clientes confiados.

Hay otra faceta no menos importante de estas modificaciones apresuradas -muchas veces por razones políticas, que no jurídicas- cuando, además, han salido adelante en ambiente de grave discordia y amplia oposición parlamentaria. Me refiero al anuncio que en su momento hicieron los grupos de la oposición -para el caso de que llegasen a gobernar- de derogar o rectificar aquellas reformas legales conflictivas. Sucede así, por ejemplo, con la reforma del Código Penal (prisión permanente revisable), la de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (limitación de plazos de instrucción), la de la justicia universal, etc. Se trata de cuerpos normativos de primera línea que llevan en su componente genético la amenaza de su provisionalidad, porque, si hay cambio de gobierno y las transacciones inherentes a los pactos no lo impiden, es probable que volvamos a vivir otro período de reformas que rectifiquen las leyes concebidas y alumbradas en el seno de radicales e irreconciliables desencuentros parlamentarios. Y si eso ocurre, será un volver a empezar insoportable. Así no hay, no puede haber, seguridad jurídica. Y cuando se habla del Estado del bienestar, hemos de entender que este debe de aspirar también a procurarnos una estabilidad jurídica, de la que forman parte, no solo unas leyes justas, sino también las condiciones necesarias para disfrutar de seguridad jurídica, incontestable exigencia del art. 9.3 de la Constitución, que, entre otras cosas, comprende la certeza del Derecho expresado en normas claras y precisas.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.