Por paradójico que parezca, si algo ha dejado claro la crisis de Pescanova es la tremenda robustez del proyecto empresarial que sustenta la compañía. Además del incalificable proceder de sus antiguos máximos responsables, claro está. Pescanova posee tal robustez, que sigue viva y coleando un año después de tener que suspender su cotización en bolsa tras desvelarse que la habían hundido en una deuda oculta de casi 4.000 millones de euros. Pese a todo eso, continúa produciendo, distribuyendo, vendiendo y pagando. O sea, funcionando. Y lo hace, además, en medio de una crisis económica monumental.

No es solo que parezca robusta, que lo parece, sino que todos los implicados en su tormentoso proceso concursal, o sea, quienes conocen por dentro sus tripas, certifican que es una empresa viable. El administrador concursal, el juez, los accionistas, la banca acreedora... Todos coinciden en que, convenientemente saneada, tiene un magnífico futuro. Así pues, el único plan aceptable es aquel que tenga como objetivo prioritario salvarla. Y salvarla implica mantener, con los ajustes que sean necesarios, las líneas generales del diseño empresarial que la llevaron a ser una de las líderes mundiales en la comercialización de productos del mar.

Quien quiera utilizarla como campo de batalla, quien pretenda servirse de ella para resolver viejas o nuevas vendettas, aquellos que alienten entre bambalinas su descomposición por intereses espurios o, simplemente, los que supediten su supervivencia a conveniencias particulares deben tener muy presente que Galicia tomará buena nota de todo ello. En consecuencia, controlar Pescanova implica asumir la responsabilidad de salvarla. La liquidación no puede ser jamás una opción para una empresa viable de tal envergadura y simbolismo. Ni siquiera como argucia legal. Es un proceso demasiado peligroso para jugar con él. Nadie debería permanecer callado ni un minuto más.