Gabriela: "Mi padre tenía la extraña teoría de que la vanidad cura las heridas del alma y por eso decidió que, ya que no podía ser el mejor pintor del mundo, trabajaría duro para ser el menos malo de los padres divorciados. Tardé demasiadas lunas en comprender que aquel hombre que decía ser la reencarnación del mayordomo de Lord Byron y se pasaba las noches escuchando a James Brown y pintando cuadros de hoteles en ruinas no había elegido la mediocridad como forma cómoda de ganarse la vida sin aceptar riesgos (sus obras se cotizaban mucho entre fanáticos de la pintura sombría y deudora de Hopper) sino como la mejor manera de tener tiempo para llenarme la cabeza de historias los días en los que tenía mi custodia.

Podía pasar de contarme con pelos y señales inventados cómo Graham Bell hizo su primera llamada europea a hablarme de Kipling o resumirme en un único argumento todas las obras de Agatha Christie antes de recitarme pasajes de los discursos de Roosvelt o representar una de las peleas de una película de JohnFord en la taberna de un irlandés. Luego me enseñaba a cocinar vieiras asadas con verduras. Los hombres solo son fieles si son perezosos, me dijo cuando cumplí 15 años y consideró que ya estaba preparado para aprender lecciones de vida dignas de ser aprendidas.

Luego me contó, ya medio borracho, que estaba escribiendo su primera novela, sobre un boxeador sonado que combate en una pelea amañada para un reality de la TV, pero que no podía pasar del primer capítulo. No se lo cuentes a tu madre, me suplicó. Mamá me prohibió hablar de ti, expliqué con cierto alivio por confesarle lo que no me atrevía a decirle. ¿Tanto me odia?, preguntó. No, papá, respondí, tanto te quiere. Y me di cuenta de que aquellas palabras le hacían un daño que no esperaba. Se quedó dibujando hasta la madrugada el boceto de una mujer joven y hermosa a la que reconocí al instante.