En su reciente y fascinante libro de entrevistas con Timothy Snyder "Pensar el siglo XX", Tony Judt reflexiona sobre el papel que juega la historia en nuestras vidas. "Es tremendamente importante para una sociedad abierta conocer su pasado" -afirma el historiador británico-. Amañar el pasado es la forma más antigua de control de conocimiento: si tienes en tus manos el poder de la interpretación de lo que pasó antes, el presente y el futuro están a tu disposición. [...]. En este sentido, me preocupa la enseñanza "progresista" de la historia. En nuestra niñez, la historia era un montón de información. La aprendías de una forma organizada, secuencial, siguiendo una línea cronológica. El propósito de este ejercicio era proporcionar a los niños un mapa mental del mundo que habitaban. Ha demostrado ser un grave error sustituir esa historia cargada de datos por la intuición de que el pasado era una serie de mentiras y prejuicios que necesitaban ser corregidos: prejuicios que favorecían a las personas de raza blanca o a los hombres en vez de a las mujeres, mentiras sobre el capitalismo o el colonialismo, o lo que sea". Realmente, Judt lo que busca es ponernos en guardia ante el riesgo de convertir la memoria en una herramienta de la política, en una especie de construcción maniquea que legitime y deslegitime los bandos enfrentados. "Una casa dividida contra sí misma no se tiene en pie", alertó Abraham Lincoln, en su famosa alocución de 1858, señalando que la herencia del prejuicio es la ruina para las generaciones venideras. Pensemos en la España autonómica, atomizada en una miríada de lecturas históricas antagónicas. Pensemos en la confusión del relativismo, que es el legado de la ignorancia cuando se sustituye la realidad por el interés. Pensemos en los chivos expiatorios de cualquier época: los moros, los judíos, los gitanos, el burgués... Con su relato La Metamorfosis, Kafka quiso mostrar al hombre reducido a su condición de insecto, de paria en definitiva. Es algo que comparten todas las ideologías que buscan dividir, separar, demoler. La tradición constructiva, en cambio, constituye uno de los sostenes fundamentales de la humanidad.

Desde una perspectiva diferente, Paul Berman acaba de publicar en España un sugestivo ensayo titulado "La huida de los intelectuales." El libro se dirige expresamente contra uno de los teóricos de la modernización musulmana, Tariq Ramadan, elogiado hasta la saciedad por algunos pensadores europeos que ven en su pensamiento una vía media entre Occidente y Oriente, pero cuya ambigüedad –alerta Berman– oculta un notable sesgo antidemocrático. Sin embargo, más allá del juicio sumarísimo contra Ramadan –al que no conozco de primera mano–, la cuestión es la siguiente: ¿cabe defender una narrativa de la historia que legitime implícita o explícitamente el mal? Y en esta dirección, ¿no tocamos de nuevo la tesis de Judt, según la cual la historia ha convertido la mentira ideológica en una herramienta más de la lucha política? Me refiero, por supuesto, a unas determinadas actitudes doctrinales que amparan moralmente la violencia, la marginación de grupos señalados o la fractura de la sociedad. Ahí está la tortuosa relación del nacionalismo vasco con el terrorismo etarra o de la izquierda con las posturas antiamericanas. Ahí está también la incapacidad de percibir el vigor de la inteligencia en el pluralismo o los afanes uniformizadores de cualquier signo. En el fondo, la historia definida como un relato de la culpabilidad y el presente como un lavadero de la conciencia. Eso puede tener que ver con el islamismo o no. Pero sobre todo tiene que ver con nosotros y con ese gran ajuste de cuentas intelectual que fue el siglo XX y que llega hasta hoy.