A la gente le gusta mucho hablar de la dichosa "estética de la derrota" para referirse a personas que resultan encantadoras por sus fracasos, atractivas por sus vicios, cautivadoras por su tenaz resistencia a ponerse en pie y reanudar la marcha. Muchos artistas sin méritos se apuntan a adoptar la "estética de la derrota" olvidando que no se trata de una raqueta, o de una bufanda, sino de una emoción. Quieren ser "malditos" como Wilde, como Van Gogh o como Sawa, pero es evidente que para llegar a eso no basta con beber demasiado, cambiar poco de ropa y descuidar el afeitado. Se puede ser un "maldito" sin recursos, con la camisa sucia y las uñas descuidadas, pero Francis Scott Fitzgerald fue un elegante "maldito" con dinero que se derrumbó estrepitosamente con el peso del éxito. En cuanto a Charles Bukowski fue sin duda un tenaz derrotado y un maldito sin remisión que perdió su prestigio de humillado y ofendido tan pronto el éxito tardío le redimió de su prolongado anonimato como escritor. Muchos de quienes admitieron su evolución literaria jamás le perdonaron a Hank que estrenase camisa tan a menudo, cambiase a una ginebra mejor y se acostase con mujeres que no olían a caza ni perdían piezas dentales al sorber la sopa.

Es evidente que la dichosa estética de la derrota tiene irrenunciables principios acerca de considerar obligado cierto grado de miseria económica y entender como exigible una evidente indigencia moral. Bukowski habría alcanzado la gloria en el caso de haber acertado a colocar sus obras en manos de un sagaz editor, pero estaba muy ocupado labrándose al borde de la mendicidad la destrucción moral que le fortaleció como poeta y cimentó su solidez de narrador. Quienes hayan leído sus trabajos habrán percibido sin duda el estilo duro, áspero, casi criminal, de un escritor en cuyas frases es evidente que la inspiración fue tan determinante como la gastritis. Era sin duda un derrotado, un maldito, alguien que sabía que su salvación como hombre podría suponer sin duda su destrucción como escritor. Pero desde su posición de hombre derrotado sabía que hay pocas sensaciones tan hondas, tan sobrecogedoras, tan hermosamente tristes, como saborear con los ojos cerrados el beso invertebrado de una mujer que haya perdido tres dientes por la pasional bofetada de su amante. En la "estética de la derrota" nadie se fija en esos detalles, de modo que el sexo se considera la parte blanda de la dieta, algo que se mastica, se traga y se escupe con absoluta naturalidad, sin remilgos, sin asco, sin principios, como algo húmedo y excitante que si se sabe entender sirve para aplacar los instintos y apagar la sed. No hay en el alma del derrotado, del maldito, nada que no pueda pasar inadvertido en su escupidera. Un tipo como Bukowski, que era a la vez un derrotado y un maldito, jamás llamaría al camarero del restaurante para reprocharle que hubiese encontrado un pelo en la sopa. Es más, si se lee sus textos con perversa intención, se verá que hay en sus párrafos cierta sonoridad inguinal, como si los hubiese puntuado utilizando para las comas el vello púbico de la fulana con la que acaba de tener en cama al mismo tiempo una pelea, un vómito y un orgasmo.

La "estética de la derrota" es para tipos que tienen el alma elástica y el aparato digestivo resistente. Bukowski era capaz de comer con los ojos abiertos cualquier porquería que otro hombre jamás habría probado con la punta de la lengua sin apagar antes la luz. Era como si tuviese el estómago conectado a la conciencia y ambos fuesen en cierto modo insensibles. Como mandan los cánones no escritos de la "estética de la derrota", sus devotos practicantes se despreocupan por completo de su aspecto físico y de su ropa. En vez de conciencia, tienen fotogenia, sobre todo a partir del instante en el que son evidentes los estragos causados por el abandono y por los vicios. Salvo que se trate de un inesperado descuido, jamás triunfan completamente en vida, ni son indiscutibles en su tiempo.

No sé si su biógrafo habrá comprobado tal cosa, pero yo creo que a raíz de su redención profesional y de haberse enriquecido con sus obras, Charles Bukowsli se sintió fuera de lugar, desalojado de su habitat natural en la miseria, víctima de un éxito que le apartó para siempre de aquel orbe de miserables en el que la sinceridad consistía en llevar en el alma las mismas manchas que en la gabardina. Por supuesto, a Francis Scott Fitzgerald le llegó el malditismo un poco a destiempo, cuando a su estómago le costaba sustituir el champán por el hambre, y se hundió sin inspiración y sin remedio en un pozo en el que no había nadie tan elegante y literario como Jay Gatsby, aquel tipo atractivo, triunfal y misterioso que a mi siempre me pareció perfectamente capaz de enamorarse por rencor de cualquiera de esas mujeres creyentes, bellas y ambiciosas que le llaman sexo oral a sorber las ostras con los ojos cerrados.

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