Que el compostelano es un tipo generoso y desinteresado lo demuestra la actitud indiferente, casi contemplativa, con la que asistió al desmembramiento de su Universidad y la escasa combatividad a la hora de defender un proyecto tan crucial como sin duda lo es el de la Cidade da Cultura. Nadie pestañeó tampoco en Compostela cuando, sin una explicación convincente y casi en indignante secreto, la Xunta de Galicia renunció a la idea de construir en Santiago un edificio vanguardista que tendría que servir de sede central para el organismo Portos de Galicia, ni cuando una señora con vocación coruñesa boicoteó con argumentos pintorescos en foros próximos a la UNESCO la inocente idea de un teleférico para sobrevolar en Santiago las cambiantes verduras a orillas del Sar. Como bien recordó ayer Ceferino de Blas en estas mismas páginas, Vigo demostró también su generosidad histórica al no presentar una candidatura que pudiese disputarle la capitalidad de Galicia a la ciudad de Santiago. Los compostelanos saben que si Compostela es sede de la Xunta, no se debe sólo a aquella renuncia expresa y honorable, sino al hecho también histórico de que fue el apoyo de los diputados autonómicos del Sur de Galicia lo que permitió a los santiagueses celebrar el resultado de una votación en la que se vieron frustradas las aspiraciones de un influyente grupo de coruñeses dispuestos a acantonarse insolidariamente en María Pita antes que admitir la capitalidad compostelana. La desgana santiaguesa respecto de sus legítimas expectativas históricas resulta tan sorprendente que los fuegos del Apóstol congregan en la Plaza do Obradoiro a más compostelanos que la visita del Papa. Por eso aquí nadie se sorprende de que lleve trazas de eternizarse en el Pazo de Raxoi un alcalde que por no molestar a sus enemigos jamás dará un puñetazo en la mesa sin antes haberla insonorizado. Si el señor Sánchez Bugallo tuviese al menos la mitad del coraje que se le supone a su chófer, o algo de la vergüenza que pudiese sentir su propia madre, no dudaría en exigir con meridiana claridad la destitución de quienes desde los despachos de San Caetano urdieron esa mezquina e intolerable campaña publicitaria del Xacobeo en la que no sólo no se hace mención del Año Santo o del Camino de Santiago, sino que incluso se ignora cualquier referencia verbal a la ciudad de Compostela, cuya catedral cierra como de pasada, casi de vergonzante tapadillo, un spot televisivo cuya apertura reservaron los autores de semejante infamia para dispersar miserablemente la idea jacobea, mezclándola en flagrante inferioridad de planos con la explícita difusión de una imagen extemporánea de la Torre de Hércules. Pero el alcalde apenas ha mostrado una pizca de contrariedad por el atropello publicitario, ni ha tenido la reacción que cabría esperar del regidor de una ciudad a la que los jerarcas de la Xunta le infligen el sorprendente castigo de asistir impasible a la decisión oficial de subvencionar durante el Año Santo sólo aquellos congresos que no elijan Santiago para su celebración, algo tan sorprendente, tan indignante, como sería para el alcalde de Vancouver que el gobierno canadiense patrocinase a los esquiadores que en la próxima Olimpiada de Invierno aceptasen disputar sus pruebas en las pistas de Calgary. Con arreglo a la relojería democrática, habrá que esperar un tiempo reglamentario antes de cambiar de alcalde en las urnas, donde, de paso, podría resultar castigada la oposición que los concejales del Partido Popular ejercen en este asunto con una discreción que huele a interesada y cobarde complicidad con los responsables de la Xunta. Unos y otros pueden agradecerle a los compostelanos su proverbial sentido de la indiferencia, porque en otro caso, los señores Bugallo y Conde Roa serían obligados hoy mismo a dejar sus despachos y no se les ofrecería para su exilio otra alternativa que no fuese la de salir de la ciudad encaramados con otros residuos sólidos en el camión de la basura. Con independencia de que el señor Bugallo se haya reservado a sí mismo otro destino, en Compostela a nadie le sorprendería que acabase su carrera política disputándole al presidente Núñez Feijoo una capellanía en la oscura cartuja informativa del periódico del lobby coruñés, paleando a la caldera el incienso con el que se celebra en A Coruña la alucinante y descarada obsesión del presidente de la Xunta por ignorar Vigo y deslocalizar Santiago de Compostela.

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