Justo en vísperas del trigésimo tercero aniversario de su muerte, Franco acaba de quedar libre de posibles cargos a título póstumo por decisión de un juez de la Audiencia Nacional. No se trata de que el ubicuo Baltasar Garzón lo haya absuelto de sus tropelías, claro está; pero sí declaró extintas las responsabilidades penales en las que pudieran haber incurrido el Caudillo y los principales dirigentes de su régimen. Aquel régimen que durante casi cuarenta años mantuvo a España bajo una estricta dieta que excluía el consumo de derechos y libertades.

El juez había tomado previamente las necesarias disposiciones para averiguar si Franco estaba muerto o bien se había levantado de su tumba en el Valle de los Caídos, como acaso los más aprensivos temieran. Una vez que la oportuna partida de defunción certificó que el general superlativo (también llamado Generalísimo) milita efectivamente en el bando de los difuntos, Garzón ha decidido dar por prescrito cualquier desmán achacable al dictador.

Al Caudillo que yace desde hace tres décadas bajo una pesada losa del Valle de los Caídos poco ha de importarle a estas alturas que lo condenen o no. Es una de las escasas ventajas que ofrece la condición de muerto.

Ahora bien, no es menos verdad que, sin necesidad de tribunal alguno, la Historia ya había dictado sentencia sobre Franco. Un fallo claramente condenatorio si se tiene en cuenta que las ideas liberales y democráticas contra las que se alzó el dictador son las que hoy rigen en España. Por una de esas paradojas que tiene la vida, el general que ganó la guerra de las trincheras ha acabado perdiendo -como no podía ser de otro modo- la de las ideas. Ya se lo había advertido premonitariamente Miguel de Unamuno en su última intervención pública: "Venceréis, pero no convenceréis". Y acertó de pleno.

Curiosa querencia la que los dictadores tienen por la posteridad. Es famosa, por ejemplo, la frase con la que Fidel Castro desafió al tribunal que lo juzgaba tras su fallido asalto al cuartel de Moncada: "Condenadme", dijo: "La Historia me absolverá". También Franco solía mostrar parecido desdén por los jueces cuando se declaraba responsable únicamente "ante Dios y la Historia". Obviamente, ningún magistrado se atrevió a llevarle entonces la contraria, hasta tal punto que han tenido que pasar más de treinta años desde su muerte para que uno de ellos se atreva a juzgarlo a título póstumo. Y todo para concluir que sus crímenes ya han caducado.

El general Franco murió en la cama y es presumible que otro tanto ocurra con su colega y medio paisano el comandante Fidel, de lo que se deduce que no les fue tan mal en vida. Tal vez por eso sorprenda un poco la preocupación que ambos compartieron por el juicio que la Historia pudiese dictar sobre su conducta. Debieran aprender más bien de las enseñanzas de Marx (Groucho, naturalmente), quien, interrogado a este propósito, respondió con irrefutable lógica: "¿Por qué había de preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?".

Un poco tardíamente -aunque nunca es tarde si la dicha es buena-, el juez Garzón ha querido asumir el papel de la Historia mediante la apertura de un juicio póstumo a Franco, a sus secuaces y al franquismo en general. Por desgracia, el empeño era tan enorme que el propio magistrado no tuvo más remedio que abandonar la causa alegando que incluso las fechorías de aquel régimen están sujetas a las habituales fechas de caducidad forense.

El lance, aunque algo chusco, no tiene particular trascendencia. Lo importante desde un punto de vista práctico es que el franquismo caducó hace ya tres décadas, por más que la dictadura no llegase a caer y la actual democracia sea el resultado de un pacto de olvido entre los dos bandos enfrentados en la guerra. Ahora es el propio Franco el que ha caducado por orden judicial. Rarezas de España.

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