Iker Casillas, un santo volador y palomitero, acaba de darle a España el pase a las semifinales de la Eurocopa que son la antesala de la gloria continental y una promesa de futuros goces del paraíso. La incorporación de Casillas al santoral balompédico confirma -por si hiciera falta- que el fútbol es una variante sólo un poco más ruda y sudorosa de la tradicional teología.

Periódicos y noticiarios han vuelto a dar cuenta, en efecto, del carácter vagamente sobrenatural que adorna a este deporte. Todos ellos abundaron en la beatificación de Casillas, reputado de santo, héroe, ángel-portero de la guarda, hombre milagroso y artífice del "cambio de la Historia" futbolística de España, entre otros ditirambos de menor calibre.

Pero no sólo eso. La mayoría coincidieron además en destacar que la victoria de España sobre Italia (tierra del Vaticano, para más inri) rompió por fin el "maleficio" de los cuartos de final que pesaba sobre la selección roja desde hace casi un cuarto de siglo. No ha de ser casualidad que tal prodigio ocurriese en las antevísperas de San Juan, fecha mágica que marca el comienzo del solsticio de verano en el calendario celta.

Incluso los italianos -que no han de estar para muchas fiestas- admitieron el carácter milagroso de la proeza obrada por los españoles en Viena. "Tutto finito" (Todo se ha acabado) titulaba solemnemente ayer La Gazzeta dello Sport, como si se hubiera consumado el bíblico fin de los tiempos.

Un acto litúrgico de tales proporciones no podía dejar indiferente a la parroquia, como es natural. Y así fue. Más de quince millones de feligreses siguieron devotamente el vuelo y posterior ascensión de Casillas a los cielos durante la tanda de penaltis, momento que se convirtió en el más visto en la historia de la tele en España.

Todo esto resultará tal vez motivo de asombro en su desmesura para los ciudadanos que no sientan particular interés por el fútbol (suponiendo, claro está, que aún queden ateos de esa clase en la redonda España del balón). Sería, en todo caso, un problema de falta de fe.

Más de una vez se ha hecho notar en estas croniquillas el íntimo vínculo que existe entre el balompié y la religión: particularmente en el caso de Galicia. No hará falta recordar que la década de oro del fútbol gallego fue posible -en no pequeña parte- gracias al alto patronazgo que el Apóstol Santiago ejerció sobre los dos principales clubes de este reino.

Tanto el presidente del Celta Horacio Gómez como el entrenador del Deportivo Javier Irureta se ofrecieron entonces como peregrinos a cambio de que el Apóstol les echase una mano con la UEFA o la Champions: y el buen Santiago no los defraudó. Célticos y deportivistas franquearon el Pórtico de la Gloria de las competiciones europeas tras impetrar la ayuda apostólica del Santo Patrón de las Españas, un favor que así Gómez como Irureta retribuirían -conforme a lo acordado- haciendo el camino a pie por la Ruta Jacobea.

Es natural. Basta un somero vistazo al vocabulario típico del fútbol para observar que el descenso a Segunda no es un mero -y económicamente enfadoso- cambio de categoría, sino una caída "al infierno" que los equipos eluden mediante "la salvación". Y cuando esta se logra en circunstancias extremadamente adversas, los cronistas (o evangelistas, según se mire) no dudan en hablar de "milagro".

En ese mundo del patadón habitado por el portento, la gloria, el infierno, el éxtasis y los tratos con los apóstoles ha de resultar lógico que un guardameta como Casillas se gane la gloria sin más que ejercer sus funciones de Can Cerbero de las puertas del Averno.

Si el milagro se repite frente a Rusia -antigua patria del ateísmo mundial-, no quedará sino admitir sin reservas que el fútbol es un deporte de carácter decididamente ultraterreno. Un santo y quince millones de feligreses dan fe.

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