Mientras el ferry avanza lentamente, allí donde se mezclan las aguas del Hudson y del East River, las robustas espaldas de la Estatua de la Libertad parecen las de una atleta griega, cubierta con amplio peplo y coronada de estrellas. Es una visión imponente, pero fría. Sin embargo, cuando el ferry gira y se enfrenta a la majestad cívica, contrastada con el dentado perfil de acero y cristal de Manhattan, de pronto le asalta a uno la grandiosidad de esta ciudad, de esta nación.

Cuando un país es enorme y poderoso, sus aciertos y errores crecen en la misma magnitud. Han sido muchos los despropósitos históricos de Estados Unidos, algunos demasiado cercanos, pero la fuerza que emana del símbolo que mejor representa el espíritu de esta nación, la Estatua de la Libertad, parece decirnos, con las tablas de la Ley en su mano izquierda y con la llamada de la libertad en la derecha, que en ambas se encuentra su destino.

Acabo de regresar de Nueva York y leo que la Corte Suprema de EE UU ha reconocido, con criterio opuesto al del Presidente, el derecho de los presos de Guantánamo a acudir a los tribunales federales, reintegrándoles los derechos civiles anulados por una ley de 2006. El Presidente Bush -como no podía ser de otra manera- inmediatamente ha acatado la decisión. Triunfo de la Ley y la Libertad.

Continúo ante el islote que guarda la imponente estatua, y Gabriela Regojo, nuestra muy querida sobrina, que ejerce la abogacía en la ciudad de los rascacielos, señala otra pequeña isla, Ellis Island, un símbolo de la generosidad de este país. Por allí entraron a América cientos de miles de italianos, polacos y otros centroeuropeos a comienzos del pasado siglo; antes en proporción igual, lo hicieron los nórdicos e irlandeses, que poblaron las llanuras centrales.

Ahora, mientras camino por las calles de Manhattan, mi oído se alegra con las prolongadas y claras vocales de los hispanos provenientes de toda la geografía de nuestra lengua que habitan esta ciudad. Más el picotear de las lenguas asiáticas y la espléndida variedad de colores de piel que lo funden a uno en una vasca familia que no conoce fronteras.

En el Empire State Building, junto a Rita, mi mujer, escucho el silbar de una lengua que me resulta entrañable, el portugués, y rápidamente, desde esta urbe cosmopolita, ya estoy en mis raíces.

Sí, el vértigo de esta voces, provenientes de todos los rincones del mundo, la convivencia de las culturas más disímiles, la asimetría de esta arquitectura que en su electicismo todo lo incorpora, la vasta memoria acumulada en sus museos, la rasgadura de las Sirenas de patrulleros y ambulancias, la modesta frutería junto al rascacielos, todo plural y único, donde nada parece lejano ni exótico, todo ello me reconcilia con la humanidad universal.