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Huelgas y naufragios

Otro barco gallego acaba de irse a pique siguiendo la mortal rutina de la mar, aunque por fortuna sus seis tripulantes han salvado esta vez la vida. Los náufragos del "Tuly" y sus compañeros que -a miles de millas de distancia- se fajaban ayer con la policía para hacer oír sus reivindicaciones en el Parlamento gallego son toda una metáfora de la situación de zozobra que está a punto de hundir la flota de este país.

Un naufragio dice más que mil palabras. De no estar tan ocupadas con la huelga de camioneros, tal vez las autoridades comprendiesen mejor ahora que el negocio de la mar no es sólo un aburrido asunto contable de precios del gasóleo, roles, caladeros y cuotas de pesca. También es un trabajo en el que jugarse la vida forma parte de la nómina.

A las dificultades propias de cualquier otra empresa, los marineros añaden el riesgo impagable de ejercer un oficio calificado como el más peligroso del mundo. Ametrallados por las patrulleras de Marruecos, abordados por la Armada canadiense en la guerra del fletán, hostigados por los ecologistas y apresados últimamente por los piratas del Cuerno de África, los pescadores gallegos son desde hace años una especie en vías de extinción. Pero aún iban resistiendo contra viento y marea.

Por mera paradoja, la ola que podría mandarlos definitivamente al garete viene ahora de las tierras del desierto y de sus cercanos lagos de petróleo. De allí se extraen los barriles de crudo que, al actual ritmo diario de subidas, pronto alcanzarán los 200 o 250 dólares por bocoy: un precio que haría económicamente imposible el sostenimiento de la flota pesquera. Salvo, claro está, que algún gobernante imaginativo -que los hay, y no muy lejos- tuviese la ocurrencia de proponer la vuelta a las viejas técnicas de la vela y el vapor como alternativa a la carestía del gasóleo.

No ha de ser el caso. La experiencia sugiere más bien que todos los gobiernos -sean de izquierdas o derechas, españoles o continentales- tienden a resolver los problemas de la pesca por la expeditiva vía del desguace. Es una manera cómoda y no demasiado cara de apartar de un papirotazo tan enojoso asunto, en la seguridad de que la medida no desatará grandes (ni pequeñas) convulsiones sociales. Y lo cierto es que ya ha comenzado a oírse en los despachos de Madrid y Bruselas la palabra "reconversión" con la que en estos casos suele vestirse la tarea de desmontaje de una flota.

Quizá porque son gente que se marea al pisar tierra firme, los marineros no están por la labor de dejar que su oficio -aun siendo duro y peligroso- pase a formar parte de las vitrinas de cualquier museo etnográfico. Lejos de resignarse a la desaparición, se han embarcado en una huelga con la que esperaban llamar la atención del Gobierno; pero se conoce que las desdichas no dejan de perseguirlos incluso en tierra.

Para su desgracia, la protesta de los trabajadores del mar coincide con la mucho más aparatosa de los camioneros que, en sólo tres días, ha obrado el efecto de paralizar la producción de las fábricas de coches de toda España y sembrar el miedo al desabastecimiento de comida en la población.

Oscurecida si no anulada por el paro de los transportistas, la huelga de los marineros lleva camino de hacerse invisible para una ciudadanía menos preocupada por la falta de pescado fresco que por otras molestias y necesidades más acuciantes. A fin de cuentas, la mayor parte de ellos son gallegos -gente a la que cualquier gobierno puede torear- y por si fuera poco se dedican a un trabajo como el de la pesca, generalmente ignorado por los demás peninsulares.

Más que un naufragio con final feliz, el hundimiento del pesquero guardés "Tuly" en aguas de África es una alegoría de lo que está a punto de suceder con la otrora poderosa flota pesquera gallega. Tampoco ocupará grandes espacios en los telediarios cuando se vaya a pique.

anxel@arrakis.es

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