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Revoluciones y contrarrevoluciones

La diferencia fundamental entre Los Simpson y Los vigilantes de la playa es que con la primera serie piensas, mientras que con la segunda te piensan. Y te piensan como un idiota, un lerdo, un baboso tumbado en la el sofá, quizá en pijama, tocándote la entrepierna. Cuando termina un capítulo, eres más idiota que ayer pero menos que mañana. Cuando se acaba, en cambio, un capítulo de Los Simpson tiene uno la impresión de que acaba de salir de una catedral. Dios mío, qué cantidad de aciertos, de soluciones técnicas, que cantidad de pensamiento concentrado en cada diálogo, en cada situación, en cada historia. Los Simpson están a la altura de Shakespeare, mientras que Los vigilantes de la playa difícilmente alcanzan la de los pechos de Pamela Anderson.

Pues bien, un canal de televisión venezolano ha tenido que cambiar de hora la emisión de Los Simpson porque a las autoridades (militares, suponemos) no les gusta esta serie. Dicen que estimula la descomposición de la familia, no se lo pierdan. Uno podría dedicar las siguientes líneas a responder a esa crítica, pero uno, como decía Pessoa, es del tamaño de lo que ve, de modo que si se pone a refutar una tontería tiene muchas posibilidades de devenir en tonto. No caeremos en esa tentación, pero nos importa sin embargo señalar que las dictaduras gordas empiezan con prohibiciones flacas. Prohibiciones, por ejemplo, que afectan al horario de emisión de una obra maestra. Como se trata de algo tan absurdo, tan infantil, tan ilógico, la gente hace bromas sobre ello. Las autoridades se han vuelto locas, decimos con una sonrisa de superioridad. Pero las autoridades no se han vuelto locas, sino que nos están volviendo locos. Si te tomas a broma esa primera prohibición disparatada, no sabrás qué decir cuando las autoridades (militares, suponemos) se metan en tu cama para explicarte en qué postura se hacen las cosas.

El otro día ponían en la tele una de esas películas de "¡señor, sí, señor!", es decir, una película de soldados. Los pobres chicos se tomaban a broma las primeras actuaciones del sargento (todas subnormales), pero cuando querían darse cuenta estaban atrapados ellos mismos en una red de subnormalidad de la que ya no podían escapar. Recuerdo que en mi propia mili la gente, durante los primeros días, se preguntaba, entre divertida y extrañada, por qué nos hacían barrer el campo. Barrer el campo es a primera vista una acción que parece sacada del teatro del absurdo. Tenían que habernos visto ustedes con aquellas escobas domésticas, todos en fila, limpiando (supuestamente) un descampado de una hectárea con la dedicación con la que barreríamos el pasillo del hogar. En ocasiones, para que el absurdo resultara más patente, lo barríamos de noche, a la luz de las estrellas. Y el sargento lo revisaba luego con la expresión de un ama de casa exigente, pasando el dedo por las piedras como quien busca una mota de polvo. La gente se reía mucho, pero a los quince días de ejecutar actos de esa naturaleza, uno era un zombi, un gilipollas, un lelo.

De esta manera se destruye el cerebro de las personas. Si uno acepta sin protestar que le cambien a Shakespeare por Los vigilantes de la playa, apaga y vámonos. Estos mecanismos, cuyo objeto no es otro que el de la animalización de los seres humanos, se aprecian estupendamente en las películas de nazis. Para animalizar a un profesor de lógica no hay más que someterle a una batería de humillaciones. Si en Venezuela no se produce un movimiento ciudadano a favor de Shakespeare, pronto comenzarán a menudear las denuncias de los vecinos. Quiero decir que la señora del Tercero A, tras pasarse el día con la oreja pegada al tabique, denunciará al señor del Tercero B por poner un DVD de los Simpson a una hora no permitida por la autoridad (militar, suponemos).

Mal rollo, muy mal rollo. Hasta ahora, uno tenía dudas a la hora de opinar sobre lo que ocurría en Venezuela. El capitalismo es muy malo y tiene muchos tentáculos con los que controlar la información. Pudiera ser, en fin, que el ex-golpista Chávez estuviera llevando a cabo una revolución de las de verdad, de las buenas, una revolución consistente en repartir la riqueza, en extender derechos, en eliminar corrupciones. Uno se resistía a dar por buenas muchas de las informaciones servidas por las agencias del capitalismo, pues sabía que no eran inocentes. Pero si es verdad que en Venezuela están prohibidos Los Simpson y empiezan a ser obligatorios Los vigilantes de la playa, mal asunto. Pronto comenzarán a perseguir a los homosexuales. Lástima de revolución bolivariana.

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