Vaticinan los augures del clima que esta primavera va a ser más cálida de lo habitual, siguiendo la tendencia ascendente que las temperaturas mantienen de un tiempo a esta parte en Galicia. Grado a grado, los airiños, airiños, aires de Rosalía se van acercando al bochornoso ambiente del Sahara.

Años atrás solíamos cargar la culpa de estas anomalías a la corriente de "El Niño" y ahora al calentamiento global; pero no hay que engañarse. La verdadera razón conviene buscarla en la falta de autonomía meteorológica que padece este reino.

Esto nos pasa por carecer de instituciones atmosféricas propias, como en buena lógica debiera corresponder a nuestra jerarquía de reino histórico, autónomo, nacional y piramidal. Muy menguada ha de ser la autonomía de Galicia cuando ni siquiera puede ejercer el gobierno sobre un ramo tan específicamente suyo como el del clima y se ve obligada a conformarse con los lluviosos partes emitidos desde Madrid.

Don Manuel I, que era un fenómeno meteorológico en sí mismo -el famoso "ciclón de Vilalba"-, trató de poner remedio en su día a tan enojosa situación. Para ello planeó un Centro de Meteorología autóctona destinado a poner orden en las nubes y extender a los dominios celestes las competencias del Reino de Breogán.

La nueva institución, con sede en Lourizán, se ocuparía de asumir el autogobierno en el crucial negociado de la lluvia y las tormentas, paliando así nuestro déficit de autonomía en materia de isotermas e isobaras. Infelizmente, el proyecto no llegó a concretarse, ocupado como estaba Don Manuel en calmar las tormentas que a menudo desataban a ras de tierra sus condes y barones en la Galicia interior.

Malogrado ese primer intento, la reforma del Estatuto ofrecía una nueva y excelente oportunidad para la galleguización del gobierno de la atmósfera, tan necesaria a efectos de frenar el desorden general de los meteoros que últimamente venimos padeciendo. Tampoco pudo ser. Enredados en la palabra "nación" y otras cuestiones de identidad metafísica, los negociadores acabaron por dejar el asunto para las calendas griegas, con lo que se perdió la ocasión de llevar el agua de la lluvia a nuestro molino autonómico.

Todavía le queda al Parlamento gallego, claro está, la posibilidad de elaborar una Ley Autónoma del Clima en la que se fijen las temperaturas máximas y mínimas tolerables en cada estación del año, además de la pertinente regulación del régimen de lluvias.

Habrá quien encuentre exagerada la idea de legislar sobre el clima; pero nada debiera impedir tal cosa en un país de suyo tan reglamentista como España, donde no resulta infrecuente que los gobiernos promulguen leyes sobre la música, el tabaco, el vino o la patata de A Limia. Con mucho mayor motivo parece justificada la idea de establecer normas legislativas para regular las precipitaciones en una Galicia donde la lluvia alcanza la categoría de arte.

Quienes necesiten pruebas sobre la necesidad del control autonómico del clima las encontrarán, tal vez, en la moción de censura a la que se sometió en el Parlamento el Gobierno de Don Manuel, acusado por la oposición de no haber sabido prever la llegada de un temporal que allá por el año 2000 dejó pringado a este reino. Fue precisamente a raíz de aquello cuando el monarca dio a conocer su proyecto de creación de un Centro Meteorológico galaico desde el que hacer frente a las borrascas.

Ya sea por la vía del nuevo Estatuto, la parlamentaria o la del decreto-ley, el nuevo Gobierno debiera retomar la idea de hacerse con el mando del clima antes de que la pertinaz subida de las temperaturas prive a Galicia de su húmeda y lluviosa identidad.

Sin competencias sobre la atmósfera, la autonomía gallega es un ente volátil en la medida que ni siquiera puede ejercer el control de los partes meteorológicos tan necesarios para atraer al turismo. Ahí está la prueba del nueve del autogobierno.

anxel@arrakis.es