La cooperante de una conocida ONG de proyección internacional me reafirma de forma gráfica en la opinión que tengo desde hace tiempo: "el hambre no vende", me dijo con convicción. Se refiere con ello a que, aun siendo una amenaza real para la supervivencia de muchos millones de personas, el hambre esté tan lejos de recibir todavía, por parte de los distintos ámbitos que en el orden humano conforman la solidaridad, una respuesta pareja a su terrible gravedad. En términos comparativos, se puede asegurar, por ejemplo, que una voraz ola engullidora de todo lo que halla a su paso tiene un impacto emocional mucho más intenso y, en consecuencia, el respaldo compasivo con los afectados es infinitamente mayor que el que provoca la imposibilidad que tanta gente tiene de poderse alimentar para mantenerse con vida.

El tsunami que asoló hace unos meses el sudeste asiático es una prueba clara y palpable de ello. El factor de la novedad jugó un papel complementario importante. De tal calibre fue la reacción solidaria que, quienes gestionaban, canalizaban y organizaban las cuantiosas ayudas, hubieron finalmente de pedir que parasen el "carro"; es decir, las concluyeran y desviaran a otros destinos más necesitados. La excedencia de respaldo humanitario y económico transitaba por el camino de convertirse en un foco complementario de conflictos y problemas, tan inesperados ellos como indeseables.

Es por otra parte un hecho que si el acontecimiento catastrófico se repite con regularidad en el tiempo, acaba por desinteresar un tanto a la opinión pública. Así sucede, con independencia del número de muertos y afectados que se contabilice. Convertida en hábito, la catástrofe repetitiva congela y deja indiferentes los corazones.

Hace unas semanas, las inundaciones anuales que se producen en India causaron varios miles de damnificados, incluido cerca de un millar de muertos. El suceso adoleció de interés mediático; y aunque casi todos los perjudicados y sus correspondientes familias eran parias y pobres de solemnidad, la disposición humanitaria para ayudarles ha sido escasa. Los sentimientos solidarios, compasivos y de caridad se mueven, sin duda, por caminos y recovecos que son misteriosos y singulares. En la tardía reacción que se está produciendo por parte de la comunidad internacional respecto a la hambruna que padecen tantos millones de desgraciados habitantes del Níger, Mali, Burkina Faso y Mauritania, mucho tiene que ver la actitud entregada y combativa de la periodista de la BBC Hilary Andersson, volcada en cuerpo y alma en la tragedia.

En cualquier caso, resulta vergonzoso que las imágenes de tantos miles de niños convertidos en diminutos sacos de huesos, con los estómagos hinchados a punto de reventar, desorbitadas y tristes las miradas, no sean capaces de mover espontáneamente las montañas de mera justicia que necesitan y a las que tienen el más fundamental de los derechos.