Una popularísima multinacional gallega -tan conocida que no será necesario hacerle publicidad- acaba de ingresar en el selecto club de las cien mayores marcas del mundo. Y no sólo eso. De mantener la progresión de los últimos años, no tardará en acercarse al podio que encabezan la Coca-Cola, Microsoft e IBM.

La marca Zara, una de las varias con las que opera desde Arteixo el grupo Inditex en todos los mercados del planeta, ha superado ya a nombres míticos del ramo de la moda, tales que Levi´s, Armani, Hermes o Prada. Y, fuera del estricto ámbito de los trapos y complementos, el emporio gallego del textil ha dejado también atrás a marcas señeras como Audi, Hyundai, Nissan, Shell, Nivea y Johnson and Johnson, entre otras muchas de amplio eco planetario.

En un mundo que rinde culto a la marca, no ha de ser pequeña noticia la irrupción de una de patente gallega en el ranking de las 100 principales. Desde luego, pocos lugares resultan más improbables que Galicia para alumbrar en su territorio una corporación de tan vasto alcance.

Emparedada entre la árida Meseta y el Océano que marcaba el límite del fin del mundo, la ubicación de la tribu de Breogán en el mapa es la más contraproducente de todas las posibles para hacer negocios a escala global. Si a ello se agrega la condición de país agrario -y, por tanto, atrasado- que hasta hace nada caracterizaba a este reino del noroeste, la emergencia de un fenómeno como el de Zara roza ya la categoría de lo milagroso.

No se trata sin embargo de una circunstancia aislada en Galicia, aunque sí -y con gran diferencia- el de mayor repercusión universal.

Además de Zara, que ya forma parte de la iconografía planetaria del siglo XXI, este pequeño país de economía aún cojitranca engendró o consolidó también durante los últimos años algunas otras multinacionales de no poco mérito. Acostumbrados a esta clase de prodigios, pocos gallegos se sorprenden ya de contar con empresas de la construcción capaces de competir en los mercados internacionales, tal que Fadesa o San José, por citar un par de ejemplos notorios.

Menos habrá de extrañar aún el hecho de que Pescanova, acaso la más veterana de las escasas pero muy eficientes multinacionales gallegas, haya consolidado su posición en el mundo con una suma de treinta filiales en casi todos los continentes. O que alguna de las ramas de este grupo empresarial esté desempeñando un papel puntero a escala mundial en la investigación y comercialización de productos farmacológicos contra el cáncer.

La relación, forzosamente incompleta, habría de incluir a mayores la prestigiosa industria del diseño de moda -con Adolfo Domínguez y Roberto Verino como referentes- o los prometedores desarrollos en el campo de la producción audiovisual y en la industria subsidiaria del automóvil.

Por módicas y dispersas que aún sean, todas estas novedades sugieren que bien pudiera estar empezando a cumplirse el viejo sueño de una burguesía industrial autóctona en Galicia.

Años atrás, cuando éste era todavía un país de vaca, leira y minifundio, los ciudadanos de las naciones que recibían la cuantiosa emigración gallega solían sorprenderse de la notable iniciativa empresarial de muchos de aquellos emigrantes. "Si hiciesen ustedes allá lo mismo que hacen acá", dijo en cierta ocasión un alto dirigente del otro lado del Atlántico, "Galicia sería una pequeña Suiza y los gallegos no tendrían necesidad alguna de salir de ella".

Falta todavía mucho para que ese feliz presagio se cumpla, pero no es menos verdad que un número cada vez mayor de gallegos -de nacimiento o no- empieza a aplicar aquí el ingenio y el espíritu emprendedor que tantos de ellos prodigaron en otras naciones. Quien sabe. Quizá algún día lleguemos a ser un país de marca.

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