Resulta muy gratificante el proceso político gallego, si se le compara con lo que sucede en Euskadi y en Cataluña, pues mientras en éstas cada día asistimos a una representación dramática, en Galicia casi todo discurre como la seda en el difícil laberinto de la estructura territorial del Estado. El comportamiento último de Esquerra coloca al futuro Estatut de Cataluña al borde del precipicio e invita a las dudas sobre la estabilidad de aquel Gobierno tripartito.
En Euskadi las dificultades de fondo persisten, pese a que se atisben de nuevo signos esperanzadores, tras la famosa reunión PNV-PSE. Pero en Galicia -la otra nacionalidad histórica con cultura y con lengua propias-, el buen sentido está más presente, y lo hemos palpado este martes en el emotivo y brillante acto de toma de posesión de Emilio Pérez Touriño como nuevo presidente de la Xunta. Allí no existe ningún motivo de incomodidad ni se le regalan pretextos a la derecha para sus proclamas catastrofistas.
El Gobierno bipartido socialista-nacionalista nace con los mejores augurios y el cambio en Galicia comienza a ser una realidad. La personalidad y la sensatez de sus dos personajes principales, Touriño y Quintana, facilitan mucho las cosas y hacen concebir la esperanza cierta de que vamos a asistir a un proceso de fuerte modernización de Galicia y de su sociedad, paralelo a otro de fortalecimiento del autogobierno y del hecho diferencial gallego.
Estamos hablando de una maravillosa región, de una especial belleza y de una formidable idiosincrasia. Galicia, que fue durante siglos tierra de emigración, hoy es una extraordinaria tierra de acogida, con unas enormes ganas de progreso y de abandono de las losas del pasado. Todo ello se pone de manifiesto en el discurso de Pérez Touriño, que es el barón socialista más parecido a Zapatero en el talante y en el lenguaje. El PSdeG se juega el título de la gobernabilidad. El BNG pone a prueba la credibilidad de su mensaje cooperante. Y el PPG tiene que demostrar que también en la oposición se trabaja por Galicia.
