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Terremoto electoral Análisis

Lágrimas de incredulidad

Inmigrantes y activistas apesadumbrados por la victoria de Donald Trump. // Reuters

A veces solo hace falta mirar a donde nadie mira para encontrar las respuestas. Alejarse del foco mediático para encontrar la realidad. Y por eso Lucía no quería que la viesen llorar. Porque lo sabía, sabía que ella era la historia que muchos estaban viviendo en Estados Unidos tras una jornada impensable, histórica y que pocos han digerido en el país del sueño americano.

Porque Lucía, camarera de pisos en el lujoso hotel de Nueva York donde Trump celebró su victoria electoral, se refugió en la entrada de la puerta de personal para derrumbarse. A ella, paraguaya afincada en EE UU desde hace más de una década, se le caían las lágrimas. De incredulidad. Estaba convencida de que Trump no tendría ninguna posibilidad de triunfar, creía que la sociedad estadounidense respondería a la hora de la verdad. Y no ocurrió. Lágrimas de rabia porque mientras los latinos de clase alta, refinados, bulliciosos y engalanados con abrigos de bisonte celebran a tan solo unos metros la victoria del candidato republicano, Lucía buscaba respuestas. ¿Cómo es posible que sus compatriotas hayan respaldado un discurso tan xenófobo? ¿Cómo puede ocurrir que apoyen a un presidente que detesta a los inmigrantes? Ella buscaba las razones y tampoco las encontró.

La de Lucía es la historia de cientos de miles de hispanos, afroamericanos, mujeres y muchos colectivos cuyo temor ahora muta en una pesadilla interminable. Miedo a que Trump, experto en polarizar a la gente para arañar una victoria tan contundente, fuese capaz de gobernar.

La noche del martes en Nueva York es una experiencia sensorial inigualable. Sirve para conocer a la perfección la vulnerabilidad de un país que presume de fortaleza. Para dar fe de las taras de una potencia con muchos síntomas de subdesarrollo y quizá poco perceptibles a nuestros ojos europeos. ¿Por qué hay "sin techo" que se alegran de la victoria del capital más auténtico y tan poco escrupuloso con las clases bajas? ¿Por qué hay negros que acuden en masa a las puertas de la Trump Tower para jalearle? O, simplemente, ¿qué razón lleva a que cientos de mujeres se peleen por dar un beso a un tipo tan sumamente machista? Parte de la respuesta está en el hartazgo.

"Trump es una persona que no ha sido político, que no ha robado, que no ha mentido, que es decente y que antepone los intereses del ciudadano estadounidense por encima de cualquier otro". Lo dice John para cristalizar parte del éxito del nuevo mandatario. Un argumento que justifica muchas cosas.

Estados Unidos también es el país de las apariencias. De proyectar una imagen quizá equivocada, otra vez, a los ojos del resto del mundo. Es capaz de invertir billones de dólares en suministros de defensa, de tener a la todopoderosa CIA, de permitir la libre adquisición de armas para casi todos. Es capaz de blindar las sedes electorales con camiones cargados de arena para evitar que cualquier perturbado se estampe contra la fachada. O de desplegar miles de policías protegidos hasta las cejas. Es capaz de todo eso y también de dejar pasar a cuatro periodistas españoles que no tienen acreditación, que entran con mochilas que no se revisan en ninguno de los tres cordones policiales y que se infiltran hasta la mismísima sala donde Trump está pronunciando su primer discurso como presidente electo.

Por eso llegan ahora días de digestión. Y también de consuelo. "Hay que darle una oportunidad. Parece que su discurso no fue tan malo, ¿no?", se pregunta Jerry, un demócrata septuagenario, obamista y que salía desolado de las entrañas del Javits Center, un pabellón acristalado de Manhattan donde Clinton tenía preparados fuegos artificiales y una celebración sin precedentes. O la resignación de Javier, un turista procedente de Baltimore: "Ese muro entre México y EE UU era un farol. Trump tiró muchos faroles", asegura convencido.

En realidad, y lejos del contagio mediático al que uno se ve sometido en Estados Unidos si no es partidario de líder republicano, Hillary Clinton disfruta de muy poca simpatía. En las calles, la percepción, el sentimiento, era el de tener que elegir entre lo malo y lo menos malo, entre el excéntrico y abrupto o la líder del "establishment" más rancio de Norteamérica. Y es que a pesar de la impopularidad creciente de Obama en los últimos años, hoy muchos no pueden entender cómo es posible que aflore tal bipolaridad para pasar de Obama a Trump, del compromiso a la tiranía, de lo cercano a la discriminación. "Nos hemos vuelto locos, pero esto es la democracia, amigo. Para lo bueno y para lo malo", dice Robert Bourke, un compañero de "The New York Times".

Y para lo malo y para lo bueno, Trump será presidente durante los próximos cuatro años. Por cierto, ayer en Estados Unidos muchos se acordaban de Bernie Sanders. "Ya lo advirtió", recuerdan. Pero la realidad es que ya es tarde.

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