Benedetto Patera graba con una camarita amarilla el paso de la figura del Cristo bajo sus pies. Filma justo apoyado en la barandilla de la pasarela de A Laxe. Benedetto, que es de los alrededores de Venecia, no disimula su asombro; su novia, entretanto, teclea en el móvil qué clase de cita con la fe es esta, que no entraba en sus planes cuando aterrizaron en Vigo. "Es espectacular, no conocía esto -confiesa boquiabierto-, se parece a las procesiones del sur de Italia, donde la gente cree mucho en Dios".

En la rotonda frente al centro comercial, abajo, esperan una pareja de mediana edad. Son Nando Fernández y Mariló Justo; desde hace décadas no se pierden una procesión. Él se encomendó hace 29 años al Santísimo cuando le diagnosticaron un cáncer que, como todos los cánceres, inocula el miedo al abismo. "Cuando te pones enfermo como estuve yo, y te dan pocas esperanzas, te aferras a lo que tienes". Casi tres décadas dando gracias, pues, como tantos y tantos otros vigueses que ayer se echaron a la calle en una expresión de agradecimiento, que para muchos es el puntal de su fe.

En Porta do Sol espera Beatriz Rodríguez, que no encaja en el perfil más frecuente de la procesión: melena corta teñida de rosa, piercings, sujeta cuatro velas en las manos y reconoce que acude cada año a acompañar el recorrido del Cristo un poco "por herencia familiar", es decir, costumbre, pero también para pedirle que interceda. Si hay jóvenes que se animan menos, dice, será "por el qué dirán; algunos creo que tienen vergüenza".

Cerca, Carmen Rey y María del Carmen Pereira, debaten sobre ausencias y presencias políticas en la procesión y concluyen que la fe no distingue de "colores". Cerca de ambas, Begoña Lago da gracias por su particular "milagro". Con 14 años, su hija despertó del coma tras un accidente de tráfico un día como ayer, hace muchos años; hoy espera un bebé. "Y yo no creía en nada", cuenta. Desde entonces no ha dejado de hacerlo.